martes, 20 de marzo de 2012

Meritocracia y racismo de la inteligencia


Marcelo Sarzuri-Lima


Una de los presupuestos filosóficos con los que se constituyó los Estados modernos fue la creencia que la naturaleza humana “todavía” no era tal, que lo humano sólo existía como una potencia, es decir como algo a desarrollar; un potencial inacabado y que difícilmente podía desarrollarse por sí solo, solamente podía alcanzar su potencial con la ayuda de la razón, pero lo más importante, ayudados por quienes portan la razón. Se concebía una sociedad jerarquizada, la igualdad política de los ciudadanos sucumbía ante un grupo de “iluminados” capacitados para dirigir a las masas ignorantes incapaces de construir su propia historia. Similar creencia es la que contiene la educación en los modernos Estados-nación; la noción dominante de educación presupone que unos cuantos son los que saben y son los encargados de “guiar” a las mayorías ignorantes al conocimiento. Inherentemente la educación implica desigualdad, pero más allá de una supuesta práctica democratizadora del conocimiento la educación busca que las mayorías internalicen valores: “internalización” por parte de los individuos de la legitimidad de la posición que les fue atribuida en la jerarquía social; los individuos deben internalizar el horizonte de expectativas de su grupo social, es decir valores “adecuados” y “correctos” de conducta: La educación cumple el rol reproductivo del capital. István Mészáros muestra que este tipo de abordaje es completamente elitista, mantiene privilegios de los de “arriba” y “consensua” para que los de “abajo” acepten su condición; excluye a las mayorías de su posible acción como sujetos condenándolos a ser meros objetos (los forcluye en términos lacanianos) a nombre de una supuesta superioridad de una elite: “meritocrática”, “tecnocrática”, “empresarial”, o como quiera llamársela.

La meritocracia ingenuamente presentada como “formación académica” –reducida a la obtención de títulos– simplemente termina siendo –lo que Pierre Bourdieu plantea como– un racismo de la inteligencia; el racismo existe en la multiplicidad de formas en la que ciertos grupos dominantes necesitan justificar su existencia y reproducirse como tal; este tipo de racismo, sutil en su existencia, es un mecanismo donde se intenta producir una “teodicea” de privilegios, los dominantes se sienten justificados de existir como dominantes creyéndose poseedores de una esencia superior al resto de los simples mortales: “el racismo de la inteligencia es la forma de sociodicea característica de una clase dominante cuyo poder reposa en parte sobre la posesión de títulos”. La actividad intelectual se reduce a la obtención de diplomas y títulos “académicos” como supuestas garantías de inteligencia.

Las expresiones racistas en nuestros días se encuentran fuertemente censuradas pero no se las han superado, aparecen como pulsiones, toman la forma de discursos políticos, económicos o académicos, aparentemente neutrales y sustentados en una neutral apelación al discurso científico; es decir, las nuevas formas de racismo se eufemizan. El racismo de la inteligencia se esconde en los intersticios del discurso científico: “un poder que cree estar fundado en la ciencia, un poder de tipo tecnocrático, recurre naturalmente a la ciencia para fundar su poder” (Bourdieu). Así hemos llegado a un academicismo acartonado, el cual cuenta con infinidad de creyentes que apelan a la “neutralidad” de la meritocracia y creen que es una forma imparcial para la elección de funcionarios estatales olvidando “maratónicamente” que la educación en países como el nuestro simplemente ha reproducido el desprecio por lo indígena y se ha convertido en un mecanismo de ascenso y legitimación cultural[1].

Por otro lado, bajo la excusa de “que manejen los que saben” hemos caído en un pragmatismo que nos sigue llevando por la inhumanidad de la tecnocracia tan funcional a las relaciones capitalistas. Superar estas limitaciones depende de quitarnos las vendas ante el aparato estatal, ante las relaciones de dominación, ante el capital y sus estructuras subjetivas pero lo más importante ante nosotros mismos; como Mészáros sostiene, todo ser humano de alguna forma contribuye a la formación de una concepción predominante del mundo. De lo que se trata es dejar de creer que nuestros asuntos son asuntos “de los que saben” y eso implica reconceptualizar la democracia, o entender –por fin– que la democracia directa está ubicada siempre en el polo opuesto de la democracia representativa (que es la única forma de democracia que nos han vendido), que la democracia es y debe ser la autodeterminación de las masas: ¿la democracia como subversión? No se está en contra de los “expertos” y los “especialistas” –y su conocimiento especializado– sino se está a favor de la simple y llana idea de que ellos (los que saben) deben responder a las masas; es decir, son servidores y no amos.



[1] Como ejemplo ver el artículo de Fernanda Wanderley llamado “Los títulos no trabajan” publicado en La Razón el domingo  15 de mayo de 2011.

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