jueves, 19 de abril de 2012

La ilusoria superación de izquierdas y derechas: Postpolítica criolla

Marcelo Sarzuri-Lima


La forma como se vive el tiempo en las sociedades modernas contienen una contradicción constitutiva; por un lado el futuro se muestra como un horizonte infinito –íntimamente vinculado a la idea de progreso– y el pasado como un recuerdo de lo arcaico e inservible. Para “avanzar” es necesario dejar atrás y olvidar el pasado, lo único importante es el futuro y con ellas las expectativas que de ella tengamos; es ahí donde el presente se convierte en un tiempo efímero, a pesar de que siempre la concepción del tiempo lineal está empujando hacia adelante, el horizonte es “finito o preestablecido”. Existe un lugar donde todos deben llegar (un modelo de vida, un modelo de desarrollo, etc.). Ahí el engaño de la modernidad, acelera el tiempo circulando un horizonte finito, realiza cambios a su interior, sustituye e incorpora elementos pero nunca modifica el horizonte proyectado. Algunas posturas que se consideran críticas plantean que el tiempo se vive de “otra” forma geométrica pero olvidan que la modernidad muchas veces circula sus márgenes, fácilmente la experiencia del vivir se acelera y la linealidad temporal se convierte en una circularidad: “Ya no se mueven hacia adelante sino cada vez más rápido en círculo en los bordes-límites de su horizonte económico-político, de civilización. A parte de esa experiencia algunos le llaman posmodernidad” (Luis Tapia).

            La posmodernidad ha implicado una serie de cuestionantes a las formas históricas, sociales, subjetivas, económicas, políticas y filosóficas de la modernidad; en la filosofía el mal llamado posmodernismo ha significado una deconstrucción (para usar su terminología) que ha permitido realizar críticas al eurocentrismo, al poder, el conocimiento, la hegemonía o la historiografía pero también ha generado planteamientos como el multiculturalismo, el fin de los metarrelatos o el fukoyanismo del fin de la historia.

            Algunas posturas “posmodernas” cegados por la neutralización de los antagonismos y la búsqueda acrítica de consensos y concertaciones (como si el problema fuera la creación de nuevos contratos sociales) hacen pasar la despolitización política como elemento “imprescindible” para construir una “nueva” sociedad; las utopías, las ideologías y las diferencias políticas son resquicios de un “pasado arcaico” y creen “aferradamente” que es momento de que todos debamos trabajar para un mundo de paz y armonía. Plantean una ética, valores, formas de vida y creencias que no permitan los momentos de lo verdaderamente político: la subversión y el conflicto.

            Hemos llegado a tiempos de la creencia en la postpolítica y la postideología, aquel espacio donde la “política”, que no es más que la negación de los momentos verdaderamente políticos, funciona bajo un modelo de negociación empresarial y de compromisos estratégicos. La postpolítica cree que se debe abandonar las viejas divisiones ideológicas y la “politiquería”; sus adeptos creen que para resolver los problemas de la sociedad y la economía se deben usar criterios “técnicos” y “objetivos”, los problemas deben ser resueltos por lo que saben, por un grupo de expertos que velan por el bien del país y que toman en cuenta las “verdaderas” demandas de la población más allá de sus diferencias políticas.   

            Esta corriente parece tener seguidores en el país, aquellos que creen que se debe realizar “gestión”, tomar “más enserio” los asuntos económicos, que se debe atender a los sectores “desprotegidos”, que se debe construir un nuevo pacto social donde “todos” (los de siempre y más iguales) deben ser tomados en cuenta en el nuevo proyecto de país, que debemos olvidar nuestras diferencias y hacer un “nuevo” país, que se debe dialogar e incluir sin esas “obsolescencias” ideológicas. Se cree que existe una forma aséptica de gestión postpolítica de los asuntos públicos, formas “correctas”, universales y “buenas” de políticas públicas; y en esa ceguera nacida de sus dogmatismos –que curiosamente nacen de sus diferencias políticas; es decir, son síntoma de su acto verdaderamente político– se cree que cualquier inestabilidad social es un error de cálculo político y de ineficacia de gestión pública, pero olvidan que también pueden ser intentos por escapar al no-Acontecimiento de la política pública del neoliberalismo (cambiar para que nada cambie). Su ceguera postpolítica hace que vean (cual metafísica popular) desde sus estrechos márgenes de comprensión de la realidad, por ello creen que los procesos políticos, sociales o económicos fallecen, se agotan o mueren en un líder o caudillo, recordemos esa frasecita dramática de los ochenta de “Bolivia se nos muere”, esa frase que inauguro la era de la postpolítica en el país y que implantó esas formas “correctas” de hacer gestión pública (lo técnico sobre lo humano), donde las izquierdas se derechizaron y las derechas se radicalizaron.

            Por otro lado la postpolítica también se ocupa de los movimientos sociales, impide que las demandas particulares o de sectores específicos puedan universalizarse y generar imaginarios contrahegemónicos; implanta la creencia en la sociedad que la estabilidad es el bien más preciado y por ella debemos sacrificarnos (repudiamos paros y marchas, por más que tengan legítimas demandas), hace que olvidemos que la estabilidad que nos ofrecen es el suave fluir del Orden Mundial liberal democrático del capitalismo global. En la postpolítica las demandas sociales se particularizan, cualquier descontento social se convierte en reivindicación puntual sin capacidad de cuestionar el orden hegemónico: mujeres pelean por la igualdad de género sin cuestionar el patriarcado, maestros reclaman aumento salarial sin ver que ellos reproducen los valores del sistema capitalista, indígenas exigen autonomía sin cuestionar la institucionalidad y al Estado colonial, todo es una reivindicación de un grupo particular que nunca lograra unificarse, en todo caso sus demandas “específicas” se negocian de forma “racional” y se logran nuevos tipos de concertación, nuevamente se recobra la estabilidad y “todos” vuelven a ocupar el lugar que el orden global les asigna.

            Las clases medias bolivianas desde su criollismo se han empapado de la postpolítica, pueden convertirse en ecologistas sin dejar sus contaminantes estilos de vida (para ellos los indígenas deben conservar la naturaleza), pueden sumarse a peticiones feministas o laborales y evitar que “sus” empleadas domésticas se sindicalicen, repudian el racismo y “todo” tipo de discriminación pero evitan relacionarse con campesinos, indígenas o todo aquello que le recuerde su pluricultural nación porque están convencidos de una forma benigna de mestizaje, pueden incluso sumarse a discursos de transformación social y llamarse de izquierda y pensar que se puede humanizar el capitalismo.

Los verdaderos actos políticos no pueden ser una forma de gestión de cuestiones sociales dentro del marco de las actuales relaciones socio-políticas, donde las “buenas ideas” son aquellas que dejan intactas las relaciones de poder y dominación de la modernidad/capitalista; los verdaderos actos políticos deben modificar el contexto que determina el funcionamiento de las cosas (Slavoj Zizek). Pensar en los verdaderos actos políticos permiten ver la diferencia básica entre izquierda/derecha y desmontar esa falacia posmoderna que idealiza un mundo plano y liso donde cree que se han superado las diferencias ideológicas, donde no es posible construir utopías porque no vislumbra más allá del capitalismo global.

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