jueves, 19 de abril de 2012

La ilusoria superación de izquierdas y derechas: Postpolítica criolla

Marcelo Sarzuri-Lima


La forma como se vive el tiempo en las sociedades modernas contienen una contradicción constitutiva; por un lado el futuro se muestra como un horizonte infinito –íntimamente vinculado a la idea de progreso– y el pasado como un recuerdo de lo arcaico e inservible. Para “avanzar” es necesario dejar atrás y olvidar el pasado, lo único importante es el futuro y con ellas las expectativas que de ella tengamos; es ahí donde el presente se convierte en un tiempo efímero, a pesar de que siempre la concepción del tiempo lineal está empujando hacia adelante, el horizonte es “finito o preestablecido”. Existe un lugar donde todos deben llegar (un modelo de vida, un modelo de desarrollo, etc.). Ahí el engaño de la modernidad, acelera el tiempo circulando un horizonte finito, realiza cambios a su interior, sustituye e incorpora elementos pero nunca modifica el horizonte proyectado. Algunas posturas que se consideran críticas plantean que el tiempo se vive de “otra” forma geométrica pero olvidan que la modernidad muchas veces circula sus márgenes, fácilmente la experiencia del vivir se acelera y la linealidad temporal se convierte en una circularidad: “Ya no se mueven hacia adelante sino cada vez más rápido en círculo en los bordes-límites de su horizonte económico-político, de civilización. A parte de esa experiencia algunos le llaman posmodernidad” (Luis Tapia).

            La posmodernidad ha implicado una serie de cuestionantes a las formas históricas, sociales, subjetivas, económicas, políticas y filosóficas de la modernidad; en la filosofía el mal llamado posmodernismo ha significado una deconstrucción (para usar su terminología) que ha permitido realizar críticas al eurocentrismo, al poder, el conocimiento, la hegemonía o la historiografía pero también ha generado planteamientos como el multiculturalismo, el fin de los metarrelatos o el fukoyanismo del fin de la historia.

            Algunas posturas “posmodernas” cegados por la neutralización de los antagonismos y la búsqueda acrítica de consensos y concertaciones (como si el problema fuera la creación de nuevos contratos sociales) hacen pasar la despolitización política como elemento “imprescindible” para construir una “nueva” sociedad; las utopías, las ideologías y las diferencias políticas son resquicios de un “pasado arcaico” y creen “aferradamente” que es momento de que todos debamos trabajar para un mundo de paz y armonía. Plantean una ética, valores, formas de vida y creencias que no permitan los momentos de lo verdaderamente político: la subversión y el conflicto.

            Hemos llegado a tiempos de la creencia en la postpolítica y la postideología, aquel espacio donde la “política”, que no es más que la negación de los momentos verdaderamente políticos, funciona bajo un modelo de negociación empresarial y de compromisos estratégicos. La postpolítica cree que se debe abandonar las viejas divisiones ideológicas y la “politiquería”; sus adeptos creen que para resolver los problemas de la sociedad y la economía se deben usar criterios “técnicos” y “objetivos”, los problemas deben ser resueltos por lo que saben, por un grupo de expertos que velan por el bien del país y que toman en cuenta las “verdaderas” demandas de la población más allá de sus diferencias políticas.   

            Esta corriente parece tener seguidores en el país, aquellos que creen que se debe realizar “gestión”, tomar “más enserio” los asuntos económicos, que se debe atender a los sectores “desprotegidos”, que se debe construir un nuevo pacto social donde “todos” (los de siempre y más iguales) deben ser tomados en cuenta en el nuevo proyecto de país, que debemos olvidar nuestras diferencias y hacer un “nuevo” país, que se debe dialogar e incluir sin esas “obsolescencias” ideológicas. Se cree que existe una forma aséptica de gestión postpolítica de los asuntos públicos, formas “correctas”, universales y “buenas” de políticas públicas; y en esa ceguera nacida de sus dogmatismos –que curiosamente nacen de sus diferencias políticas; es decir, son síntoma de su acto verdaderamente político– se cree que cualquier inestabilidad social es un error de cálculo político y de ineficacia de gestión pública, pero olvidan que también pueden ser intentos por escapar al no-Acontecimiento de la política pública del neoliberalismo (cambiar para que nada cambie). Su ceguera postpolítica hace que vean (cual metafísica popular) desde sus estrechos márgenes de comprensión de la realidad, por ello creen que los procesos políticos, sociales o económicos fallecen, se agotan o mueren en un líder o caudillo, recordemos esa frasecita dramática de los ochenta de “Bolivia se nos muere”, esa frase que inauguro la era de la postpolítica en el país y que implantó esas formas “correctas” de hacer gestión pública (lo técnico sobre lo humano), donde las izquierdas se derechizaron y las derechas se radicalizaron.

            Por otro lado la postpolítica también se ocupa de los movimientos sociales, impide que las demandas particulares o de sectores específicos puedan universalizarse y generar imaginarios contrahegemónicos; implanta la creencia en la sociedad que la estabilidad es el bien más preciado y por ella debemos sacrificarnos (repudiamos paros y marchas, por más que tengan legítimas demandas), hace que olvidemos que la estabilidad que nos ofrecen es el suave fluir del Orden Mundial liberal democrático del capitalismo global. En la postpolítica las demandas sociales se particularizan, cualquier descontento social se convierte en reivindicación puntual sin capacidad de cuestionar el orden hegemónico: mujeres pelean por la igualdad de género sin cuestionar el patriarcado, maestros reclaman aumento salarial sin ver que ellos reproducen los valores del sistema capitalista, indígenas exigen autonomía sin cuestionar la institucionalidad y al Estado colonial, todo es una reivindicación de un grupo particular que nunca lograra unificarse, en todo caso sus demandas “específicas” se negocian de forma “racional” y se logran nuevos tipos de concertación, nuevamente se recobra la estabilidad y “todos” vuelven a ocupar el lugar que el orden global les asigna.

            Las clases medias bolivianas desde su criollismo se han empapado de la postpolítica, pueden convertirse en ecologistas sin dejar sus contaminantes estilos de vida (para ellos los indígenas deben conservar la naturaleza), pueden sumarse a peticiones feministas o laborales y evitar que “sus” empleadas domésticas se sindicalicen, repudian el racismo y “todo” tipo de discriminación pero evitan relacionarse con campesinos, indígenas o todo aquello que le recuerde su pluricultural nación porque están convencidos de una forma benigna de mestizaje, pueden incluso sumarse a discursos de transformación social y llamarse de izquierda y pensar que se puede humanizar el capitalismo.

Los verdaderos actos políticos no pueden ser una forma de gestión de cuestiones sociales dentro del marco de las actuales relaciones socio-políticas, donde las “buenas ideas” son aquellas que dejan intactas las relaciones de poder y dominación de la modernidad/capitalista; los verdaderos actos políticos deben modificar el contexto que determina el funcionamiento de las cosas (Slavoj Zizek). Pensar en los verdaderos actos políticos permiten ver la diferencia básica entre izquierda/derecha y desmontar esa falacia posmoderna que idealiza un mundo plano y liso donde cree que se han superado las diferencias ideológicas, donde no es posible construir utopías porque no vislumbra más allá del capitalismo global.

martes, 3 de abril de 2012

DESCOLONIZAR LA EDUCACIÓN.

Elementos para superar el conservadurismo y funcionalismo cultural

Por Marcelo Sarzuri-Lima

El cómo enseñar y el qué enseñar son preguntas que siempre rondan los debates sobre la educación, por ello siempre la educación es un debate por el currículo y sus metodologías, por contenidos y la práctica docente; en estos debates muchas veces se suele olvidar el carácter político de la educación, y más olvidado se encuentra su carácter eurocentrado y colonial. En las páginas que siguen no se ha intentado dar un modelo acabado de cómo descolonizar la educación, eso es una construcción colectiva desde, con y para la comunidad. Este pequeño aporte intenta mostrar los elementos que debemos tomar en cuenta para descentrar la narrativa colonial, los elementos que debemos tomar en cuenta (en ciencias sociales) para construir una educación descolonizadora, la misma que supere el conservadurismo y funcionalismo cultural, una educación que sea interpeladora del orden hegemónico y que posibilite la construcción de un horizonte político más amplio y diverso. Estamos convencidos que debemos problematizar la condición colonial, que debemos preguntarnos por la escisión que hemos sufrido en la colonia y los efectos que ha tenido, ello es hacer una fenomenología del boliviano, de preguntarnos lo que somos antes de intentar vanagloriar lo que fuimos (en un claro intento de un rescate folklorista de lo indígena), de cuestionar nuestras prácticas, acciones y estructuras de pensamiento antes que pensar que somos poseedores inherentes de un pensamiento y paradigma alternativo a la modernidad capitalista. Esperemos que las pocas ideas plasmadas en estas páginas ayuden a pensar más allá de estas páginas.

1.      El punto de partida: blanquitud y razón colonial 

La contundencia de la reproducción de la condición colonial se basa en cómo las sociedades construyen la idea de la superioridad de unos sobre otros, no sólo los mecanismos institucionales reproducen esta condición, ellos son expresiones de nuestras estructuras simbólicas y los procesos de fetichización (expresan la forma como organizamos y concebimos nuestro mundo de la vida). Es nuestro accionar, nuestras relaciones sociales, nuestro ser social y la posterior conformación de nuestras estructuras de pensamiento las que la hacen tan fuerte las tramas coloniales. El colonialismo interno (concepto de Gonzales Casanova, 2006) es el dominio y explotación de una población por otra población. El concepto de colonialismo interno es importante para explicar cómo en un contexto como el nuestro algunos elementos somáticos (el color de la piel, los ojos, el cabello o un apellido) tienen un valor especial en la clasificación social; se debe cumplir con un molde hegemónico para ser considerado ciudadano, individuo o persona[1]. Si la diferencia básica en el capitalismo se asienta sobre los propietarios de los medios de producción y los que no (capital-trabajo) dentro de una condición colonial encuentra un tipo especial de diferenciación entre lo blanco y lo no-blanco, pero que se basa en la paradójica identificación de lo indio y lo no-indio; es paradójica porque la diferencia basada en lo blanco se naturaliza, lo blanco no se considera diferente sino el modelo a seguir, por ello su diferencia no se percibe como tal. Se da un proceso de identificación del Yo colonial y el Otro colonial donde la racialización es visible solamente para el ser-no blanco (es decir el indio), en cambio lo blanco se naturaliza, se convierte en lo normal y lo universalmente aceptado; el valor de lo blanco radica en su carácter “universal” lo que le otorga un y lo convierte en un modelo hegemónico.

Es necesario recordar que la universalidad de la modernidad capitalista requirió de un elemento primordial para su eficaz funcionamiento: el “espíritu del capitalismo”. El “espíritu” es una especie de solicitación o un requerimiento ético emanado de la economía, el espíritu se referirá entonces a un tipo especial de comportamientos que pueda servir a un tipo especial de humanidad y sociedad, los cuales puedan ser útiles al eficaz funcionamiento de un tipo de organización de la producción.  Al interior del capitalismo su espíritu (ampliamente desarrollado por Max Weber) consistiría: “en la demanda o petición que la vida práctica moderna, centrada en torno a la organización capitalista de la producción de la riqueza social, de un tipo especial de comportamiento humano; de un tipo especial de humanidad, que sea capaz de adecuarse a las exigencias del mejor funcionamiento de esa vida capitalista” (Echeverría, 2011: 145).

La existencia de un espíritu acorde a la modernidad y el capitalismo implica la existencia de un “racismo constitutivo de la modernidad capitalista” (Echeverria, 2011: 146), este racismo exige la blanquitud de orden étnico y civilizatorio como una condición para el desarrollo de una humanidad moderna. Es dentro este planteamiento que las afirmaciones identitarias de culturas particulares de alguna forma estorban a la construcción de un ser humano que pueda reproducir eficientemente las relaciones sociales del capital, pero existe un grado de insostenibilidad en esta proposición porque la forma universal de organización de la modernidad capitalista (los Estado-Nación) ha constituido un equilibrio precario entre: “la Cosa étnica y la función (potencialmente) universal del mercado” (Žižek, 2008: 54). Es decir, la identidad individual moderna que sirve para propagar el espíritu del capitalismo de forma universal, en todo caso sede a la identidad que construye el Estado-nación. El Estado-nación al sublimar formas de identificaciones locales u orgánicas a la identificación del patriotismo nacional construye inevitablemente una especie de límite a la economía de mercado mundial. El contenido étnico del Estado-nación es vital para entender el racismo de la modernidad capitalista:

…la identidad nacional moderna, por más que se conforme en fundación de empresas estatales asentadas sobre sociedades no europeas (o sólo vagamente europeas) por su “color” o su “cultura”, es una identidad que no puede dejar de incluir, como rasgo esencial y distintivo suyo, un rasgo muy especial al que podemos llamar blanquitud. La nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de estados de población no blanca, requiere la blanquitud de sus miembros. Se trata sin duda de un dato a primera vista sorprendente, ya que la idea de nación como forma comunitaria no tiene en principio nada que ver con el contenido étnico concreto de esa comunidad. (Echeverría, 2011: 147)

La blanquitud como condición para la universalidad de la modernidad capitalista no es un racismo solamente del contenido étnico (lo blanco sobre lo no-blanco) sino también de la identidad: es un racismo identitario que promueve principalmente la blanquitud civilizatoria, por ello puede reproducirse más allá del color y la cultura. El racismo identitario de la modernidad capitalista puede tolerar algunos rasgos específicos de otras culturas pero siempre remarcando su carácter ajeno y extraño a la blanquitud (en tanto características particulares)[2]. Pero debemos profundizar este elemento, Bolívar Echevarría menciona que: “Los negros, los orientales o los latinos que dan muestras de “buen comportamiento” en términos de la modernidad capitalista norteamericana pasan a participar de la blanquitud. Incluso, y aunque parezca antinatural, llegan con el tiempo a participar de la blancura, a parecer de la raza blanca” (2011: 150. Cursivas nuestras). En países escindidos por el colonialismo interno esta diferenciación se da entre indios “buenos” y “malos”, pero no es que los “indios buenos” empiecen a blanquearse y por ser considerados “buenos” participan de la blanquitud, sino los “indios buenos” son aquellos que se mantienen en estado de sumisión y total subordinación a la cultura dominante y al Estado colonial. En Bolivia el racismo de la blanquitud no es tolerante sino excluyente y subalternizante, no basta con adquirir los valores y comportamientos de la modernidad y propagar el “espíritu del capitalismo”, no basta porque somáticamente un indio no posee “la riqueza corporal” de un blanco, no posee el capital étnico. En países como el nuestro la modernidad capitalista no ha propagado el “espíritu del capitalismo”, las elites  están enfermas de sus fetiches señoriales y constantemente reproducen su arcaísmo mental

Pero esta crítica es ya por demás conocida y ampliamente desarrollada[3]. Lo que debe quedar claramente definido es que en la condición colonial se expresa en toda relación social donde el otro aparece como no-gente, donde se le quita el ser al otro (al diferente) para considerarlo algo inferior a uno mismo teniendo como parámetro la blanquitud (no sólo como “espíritu del capitalismo” sino también como riqueza corporal). La institucionalización de estas prácticas es la realidad que vivimos, es la razón colonial que hemos llegado a formar y reproducir, cuyo rasgo que lo caracteriza es “el deterioro de todas las instancias de relación entre las gentes” (Lumbreras, 2006: 111).

La desconfianza es la forma como nos relacionamos con el otro en el cotidiano vivir, y por otro lado el que ejerce el poder o algún cargo de poder (entiéndase desde el funcionario de más bajo rango hasta el jefe de alguna entidad) tienen a la violencia (en el amplio sentido, no sólo físico) como forma de establecer reglas de juego. Pero no es lo más grave, se logra consolidar una articulación de desprecios escalonados configurando un espacio de violencias y cadenas de dominación: “Las relaciones de discriminación y segregación atraviesan el conjunto de la formación social, y en el nivel más bajo de la jerarquía escalonada se encuentra el comunario indígena” (Thomson en Rivera, 2010: 15), Los de arriba (los blancos o los que han emprendido su carrera de blanqueamiento) creen que puede despreciar y menospreciar a los de abajo (aquellos que están más alejados del modelo de blanquitud), considerarlos y tratarlos como no-iguales, como no-gentes. Pero existe un trato diferente de los de abajo a los de arriba, la única forma posible de relación es a partir del llunkerio, la adulación y el servilismo; la única forma de relacionarse con los de arriba es obedeciendo a su pensamiento y eso es mantenerse en situación de subalternidad[4]. Los espacios donde los diferentes se encuentran son espacios de violencia, de negación, de prejuicios e insultos, los espacios donde los diferentes se encuentran son espacios de “violencias fronterizas” (Rivera, 2008). Pero al interior de los grupos subalternizados también existe “violencias internas” (para seguir usando la terminología de Rivera), la misma que consiste en el rechazo permanente a un pasado cultural (el prohibir el uso de la lengua materna o alejar a los hijos de cualquier nexo con sus antepasados), la negación de lo propio por considerarlo arcaico y obsoleto, por considerarlo “un lastre para su aspiración a civilizarse” (Rivera, 2008); es decir la aculturación y mimetización violenta como estrategia de inserción a la sociedad articulada señorial y colonialmente.

Lo expuesto se puede comprender de manera más gráfica en el siguiente cuadro:


















Por ello es complicado hablar de descolonización, porque los actos de reproducción colonial se encuentran en todo ámbito y escenario, las instituciones y prácticas se convierte en expresión de la “disminución” del otro. En esta estructura jerárquica los de “abajo” emprenden carreras por un blanqueamiento cultural y somático y los de “arriba” construyen barreras para mantener su posición: la posesión de ciertos atributos étnicos (la blanquitud) se convierte en capital. Por ello la identidad y origen cultural no son garantía de que los individuos posean ciertos atributos que en sí mismos puedan cambiar el orden hegemónico, en todo caso dependen de las relaciones sociales en las que se inscribe y el tipo de autoridad a la que está sujeto. Esto sucede con el maestro rural, no importa mucho su origen cultural al fin de cuentas termina reproduciendo y enseñando los valores del Estado-nación, que es la autoridad a la que subordina su trabajo.

No se puede negar el gran avance que supone que la educación incorpore como principios la descolonización, lo comunitario, lo democrático y lo participativo, no sólo como elementos retóricos sino porque implican la reconceptualización misma de la educación, si sumamos su carácter productivo, intercultural y de respeto a la madre tierra tenemos un amplio marco de acción. Es simple creer que si el Estado reconoce ciertos principios en la educación, los que gobiernan deben estar en la obligación de aplicar ese modelo de educación o por lo menos entregar a los “obreros de la educación” todos los materiales para que ellos reproduzcan ese modelo, pero debemos ver el problema desde otra óptica, desde el punto de vista del reto que supone operativizar conceptos tan abstractos y amplios, los mismos que en el debate académico se encuentran complejizados o abstraídos de una forma que no pueden ser operables en la realidad (me refiero a la trilogía del grupo modernidad/colonialidad: la colonialidad del poder, colonialidad del saber y colonialidad del ser, conceptos que nos ayudan a posicionarnos pero poco sirven para avanzar).

2.      La descolonización, esa conquista de la lucha indígena

La problemática de la descolonización en Bolivia no es un debate nuevo, no es producto del proceso político que estamos viviendo (aunque indudablemente es uno de sus ejes centrales) y menos producto de un “culturalismo importando”, es una interpelación que surge en los movimientos indígenas. Ya en la rebeliones indígenas de finales del Siglo XVIII se plantearon los ejes básicos de la liberación indígena: la descolonización religiosa, la recuperación del control económico sobre el territorio y la valorización del mundo indígena como productor de filosofía, cultura y política (Ver Thomson, 2007; Rivera, 2008). Si descendemos al tema educativo fácilmente encontraremos propuestas indígenas por superar una educación alienante, colonial y funcional a la modernidad capitalista. La Escuela-Ayllu de Warisata o la Escuela-Ayni  de Rumi Muqu (Ver Garcés, Guzmán y Ramírez, 2006) son propuestas reales de una educación construida de “otro modo” (para usar terminología decolonial), no son elucubraciones de algún culturalista conservador. No olvidemos como en el Primer Manifiesto de Tiahunacu (1973), bajo la premisa de “un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre”, se señala que la educación rural ha sido y es una forma de “dominación y anquilosamiento”. Pero esta crítica no apuntaba a “culturalizar” la educación y hacerla más “endógena” o “étnica”, era más bien un llamado a una participación real (y no ficticia) de los indígenas en la vida económica, política y social del país: “No pedimos que se nos haga; pedimos solamente que se nos deje hacer” (Primer Manifiesto de Tiahuanaco/1973. En Hurtado, 1986: 303).

El “déjennos hacer” es una consigna que supera los pedidos de participación subordinada a la institucionalidad estatal, supera inimaginablemente a esos pedidos de algunos grupos que piensan que el Estado es el gran dador de la historia y nosotros (la mal llamada sociedad civil) somos simples beneficiarios. El “déjennos hacer” es una lucha por el ejercicio propio de gobierno, es una lucha jurisdiccional que intenta incorporar las instituciones del Estado (entre ellas la escuela) a las estrategias indígenas de estructuración del espacio y el territorio. ¿Se debe indianizar la escuela? No sólo la escuela sino todas las prácticas e instituciones hegemónicas, sacarlas del pequeño espacio donde la modernidad capitalista las ha encajado, reconceptualizarlas, apropiarlas y darles un nuevo sentido. La política estatal no puede confinar lo indígena a pequeños espacios territoriales para que ahí “ellos” puedan mantener y reproducir sus “usos y costumbres”, como tampoco podemos seguir vanagloriando que en Bolivia existe una pluralidad de culturas a las cuales respetamos a distancia. Esa es la posición de aquellos que privilegiadamente ocupan el lugar del universalismo neutro y multicultural que al momento de “respetar” la “especificidad y particularidad” del Otro lo único que hacen es afirmar su propia superioridad, porque consideran que su posición es un universal cultural, y por ello aceptable y natural: naturalmente tienen el derecho de nombrar quien es o no indígena, naturalmente están destinados a mandar y gobernar.

Es desde esa posición (del universalismo neutro y multicultural) que se llega a creer que la comunidad indígena es una entidad “cerrada”, autentica y ontológica, pues desde un “culturalismo originario” se  idealiza la comunidad y se la muestra como una entidad atrapada en el tiempo negando su contemporaneidad. El culturalista originario cree que las prácticas de la comunidad indígena se mantienen “puras y armónicas”, si esto no sucede caen en una victimización de lo indígena, ambas posturas en la realidad no acontecen del todo, es decir su sobredeterminación simbólica tiene un límite, lo real. La pervivencia de la comunidad indígena, sus prácticas y expresiones (no como entidades atrapadas en el tiempo) muestra lo contrario, su pervivencia muestra su capacidad de incorporar lo extraño, no de forma violenta sino autoafirmándose en la apropiación de lo extraño. Existe una constante “innovación endógena” (Spedding, 2010) o “transferencias deliberadas” (Arnold y Yapita, 2006) en el mundo indígena; por ello el problema no es que empecemos una carrera por encontrar lo “originario” y “ancestral”, idealicemos un pasado armónico y complementario y creamos que hemos encontrado la fórmula cayendo en un culturalismo neutro, apolítico y sobre todo conservador que se reduzca a rebautizar todo lo conocido en alguna lengua indígena, de lo que se trata es cuestionar el orden hegemónico y con ello el Estado, sus instituciones e identidades.

La capacidad innovadora del mundo indígena supera ampliamente las idealizaciones de algunos intelectuales que creen que existe un modelo comunal que se contrapone al capitalismo. Para esto debemos tomar en cuenta lo que Richard Rorty menciona, debemos distinguir la afirmación y creencia de que “el mundo está ahí afuera” y “la verdad está ahí afuera” (1996: 25). La diferencia entre ambas afirmaciones no sólo es un juego de palabras, si bien el “mundo” se encuentra ahí afuera (fuera de uno mismo), las descripciones del mundo no se encuentran flotando “afuera” por si solas, la verdad o falsedad de las descripciones del “mundo” son construcciones de los seres humanos. El mundo de por sí –sin el auxilio de las actividades descriptivas de los seres humanos- no existe, son las descripciones de los seres humanos que le dotan de sentido y contenido. Si bien en un primer momento existió una intervención violenta que contrapuso “dos historias, dos temporalidades, dos simbolizaciones básicas de lo Otro con lo humano, dos alegorizaciones elementales del contexto o referente, dos elecciones civilizatorias” (Echeverría, 2011: 212), en la actualidad ambas no están contrapuestas sino articuladas, la modernidad capitalista ha subalternizado y funcionalizado lo indígena. La creencia de una esencialidad y pureza cultural indígena y posterior particularización simplemente pasan por alto las contradicciones diacrónicas (Rivera, 2010), esas contradicciones surgen de la interacción colonial a lo largo de distintos horizontes históricos y constituyen las identidades culturales en el país, pero lo más grave es que niega cualquier tipo de contemporaneidad de las prácticas y el accionar político del mundo indígena, es decir se cosifica lo indígena negando que ellos son el sujeto político del proceso sociopolítico que estamos viviendo. No necesitamos un rescate “etnoecologico” con ribetes folklóricos, necesitamos construir un nuevo marco interpretativo de la realidad y tenemos una fuente en el mundo indígena. Silvia Rivera llega afirmar que debemos “indianizar el país”:

La condición de mayoría es la que le permite a la sociedad indígena brindar su esquema interpretativo, su esquema de conocimiento y su posicionamiento político, como una posibilidad hegemónica que sea atractiva y que cuestione a los mestizos nuestra identidad. Para mí, lo más interesante políticamente del fenómeno de la insurgencia india, es que le plantea por primera vez al conjunto de la sociedad boliviana la posibilidad de indianizarse y de superar las visiones externas, esencialistas y cosificadoras de lo étnico. (Rivera, 2008. Cursivas nuestras)

Compartimos plenamente esta afirmación, necesitamos generar nuevos esquemas interpretativos, de conocimiento y posicionamiento político a partir de lo indígena (de ahí su valor como “fuente”), pero no debemos olvidar y dejar de lado la base del sistema capitalista mundial, pues la descolonización no puede ser una lucha cultural que despolitice la economía, “indianizar el país” debe suponer reconstruir lo indígena comunitario, no sólo como modelo alternativo sino como respuesta a la degradación civilizatoria del capitalismo. Pensar lo indígena comunitario como lo verdaderamente político: “un corto circuito entre lo Universal y lo Particular” (Žižek, 2008: 26), que la “no-parte”, la “parte sin parte” (llámese como quiera: los condenados de la tierra, los subalternos) desajusta el orden universal a nombre de una verdadera universalidad. Siguiendo la crítica de Armando Muyulema, de preguntarnos por qué lo propio es un rastro particular que se agota en nosotros mismos, preguntarnos por qué tenemos la obligación de aprender de los demás, pero nadie está llamado a aprender de lo nuestro (2001: 357).

3.      Elementos para una educación descolonizadora

Toda persona que alguna vez se haya aproximado a la investigación científica en el ámbito social  (por lo menos la realización de una tesis) sabrá muy bien que los manuales metodológicos no sirven del todo, la investigación social no es una serie de pasos metodológicos claramente definidos que cualquiera puede transitarlos en todo caso es un acto de ingeniería metodológica pues cada fenómeno social tiene diferentes elementos y características. Es decir, cada metodología por más obvia que se presente siempre tiene sus límites; en la educación no puede entenderse de diferente forma, si la respuesta fuera crear recetas metodológicas fijas que permitan aplicar currículos educativos, políticas o reformas educativas simplemente caeríamos en un acto pernicioso e irrealista (Ver Feyerabend, 1986). Irrealista porque considera que las personas que aplicaran dichas metodologías no tienen capacidad o talento para desarrollar su propia metodología, la Reforma Educativa de 1994 creía que los profesores eran repetidoras que no tenían la capacidad de generar sus propias metodologías y por eso se invirtió en generar textos metodológicos y pagar a supervisores técnico-pedagógicos. Es perniciosa porque si bien “otorga” el carácter de profesional y científico a cierto tipo de prácticas y aplicaciones (la práctica educativa con base en una metodología adecuada) se hace a expensas de lo que realmente sucede en un aula. Críticas al currículo educativo de la Ley Avelino Siñani-Elizardo Pérez (LASEP) sobre la “falta” de metodologías o programas para su aplicación (al estilo de un recetario) es simplemente hacerle el juego a una educación bancaria. Al fin de cuentas toda regla metodológica va asociada a suposiciones cosmológicas, al utilizarlas y reproducirlas damos por supuesto que esas suposiciones son correctas.

Pero no quiero detenerme en elementos metodológicos o recetarios pedagógicos, no creo en estar en condiciones (teóricas, académicas y prácticas) para ofrecer al lector el tipo de educación que sea la más adecuada para la construcción de un Estado plurinacional. Voy a ser más humilde en mi propuesta, voy a presentar un pequeño modelo para la enseñanza de las ciencias sociales (que es el campo de estudio en el que tengo formación), voy a presentar los elementos que trabajaría si fuera docente, los mismos son pequeños aportes por una educación descolonizadora y descentrar el conocimiento eurocéntrico.

Hay que ser claros, mientras la única forma válida de educación sea por medio de la educación formal y la escuela, la educación reproducirá los valores del Estado-nación (sin importar el carácter de clase o casta). No creo que ahora por declararnos un Estado Plurinacional tengamos todas las herramientas y elementos para “reproducir” una educación acorde a ese Estado, tampoco vamos suprimir las escuelas por ser consideradas “occidentales”, el momento histórico que vivimos debe llevarnos por otros caminos, Marx mencionaba que el ser social es el que determina el nivel de conciencia de una sociedad (1976), el ser social estructura el mundo simbólico, pero una vez estructurado ese espacio de lo imaginario y simbólico es el que logra determinar nuestro actuar en la realidad. Sin duda también que lo simbólico tiene un límite: lo real. No estamos viviendo un momento histórico donde el desarrollo de las fuerzas productivas materiales nos permita generar un cambio trascendental, hemos avanzado pero no caigamos en el facilismo de hablar de revolución, por otro lado no podemos creer que el reformismo sea nuestra opción.

.  Entonces tenemos que crear elementos de transición[5], elementos que nos permitan “pasar” de una educación alienante a una educación comunitaria y productiva, no por ello este tránsito está libre de conflictos y luchas por la significación; no vamos a acabar con nuestras prácticas coloniales de un día al otro, debemos tomar lo que tenemos y trabajarlas desde su negatividad; es decir desde aquellos espacios donde explota la negatividad. Una de las formas más sutiles (no por ello menos perversa) de la reproducción de la condición colonial es a partir del sentido histórico, entonces debemos trabajar la educación desde todas las formas imaginables de resistencia y subversión al orden hegemónico, desde esos espacios donde la heterogeneidad explota y no se amolda a la supuesta homogeneidad del discurso de la modernidad, desde esos espacios que escapan al orden y los valores del capitalismo, y esos espacios tienes actores y sujetos, es son los elementos que deben ser centrales en las ciencias sociales.

A continuación enumero algunos elementos que pueden ayudarnos a avanzar en el camino de la descolonización de la educación, sin idealizaciones, más bien desde un realismo trágico:

1.      La modernidad capitalista y el aparato jurídico del liberalismo se ha empecinado en hacernos creer en la igualdad abstracta de los individuos; este proceso de individuación rompe cualquier nexo con la comunidad primaria para generar la idea de una nación, como comunidad imaginaria. Asimismo se crea la imagen del ciudadano como parámetro ideal de individuo con derechos. Un conjunto de ciudadanos conformarían la sociedad civil, la misma que tiene prerrequisitos culturales y legales: urbanizado, alfabetizado, educado formalmente, con acceso a medios de comunicación, formando familias nucleares, con propiedad privada; estos prerrequisitos excluyen a amplios sectores de la sociedad. ¿Vivimos en un país con esos prerrequisitos? Los únicos que cumplirían esos prerrequisitos serían individuos habitantes de  ciudades capitales (y eso, cumplirían a medias). Los prerrequisitos que exige la sociedad de la modernidad capitalista es la base de la supuesta igualdad formal entre los individuos, es la condición previa que deben tener otras sociedades para considerar la igualdad abstracta en su interior; es decir que debemos cumplir esos prerrequisitos para ser considerados iguales, y en esta presuposición se basa su supuesta universalidad. Sin duda el modelo de sociedad civil de la sociedad de la modernidad capitalista es el modelo hegemónico de sociedad. Esta hegemonía (entiéndase cultura y valores de la sociedad de la modernidad capitalista) debe ser reproducida y la ecuación es sencilla: sociedad civil, cultura letrada y hegemonía. Es decir el modelo de sociedad civil ideal se reproduce a partir de la educación formal; la principal forma de acceso a la cultura y los valores de la sociedad civil son por medio de la cultura letrada (libros, periódicos, etc.); si bien los medios audiovisuales de la cultura de masas han ampliado esta ecuación no se ha logrado romper con esta idea, en todo caso a partir de novelas, películas y otros productos se logra consolidar los modelos hegemónicos de la modernidad capitalista.
Entonces una primera tarea es romper la idea de la igualdad abstracta de los individuos, y con ello la homogeneidad de la sociedad civil y la idea de cultura nacional. Si queremos descolonizar la educación el primer paso que podemos dar es cuestionar los conceptos hegemónicos que hacen al Estado nacional, aquellos conceptos que homogenizan e invisibilizan lo heterogéneo, que ocultan lo diverso y conflictivo de las sociedades; la totalidad social no es la suma de identidades particularizadas, individuales y minimizadas sino una cartografía política que muestra realidades diferentes. Pero este desestructurar conceptos hegemónicos implica también que como profesores debemos explicitar nuestro lugar de enunciación; es decir, mostrar la posición que tenemos al momento de conceptualizar la totalidad social, y con ella “develar su lugar y su espacio, que evidencia sus propias contradicciones e intereses” (Garcés, 2010: 27). No caigamos en el error de posicionarnos en el lugar neutro del racismo multiculturalista que cree que puede señalar e identificar, y con ello confinar al diferente.  
2.      La prosa colonial se basa en el encubrimiento y subalternización del Otro. Cuando se habla sobre el proceso de colonización siempre se menciona que llegaron unos cuantos españoles y sometieron a los pueblos del Abya Yala. La historia oficial narra el paso de un periodo pre-colonial a uno colonial, el hecho colonial es el centro de la narración histórica, el pasado tiene sentido a partir del hecho colonial, el pasado no encuentra sentido en el accionar de los sujetos que dieron pie a civilizaciones y culturas anteriores a la época Colonial sino en “Europa como sujeto soberano de todas las historias” (Claros, 2011: 19). De esta forma todos los acontecimientos, incluso aquellos que no acontecieron en Europa, terminan englobándose en la modernidad capitalista que tiene como sujeto central a Europa.
Debemos dejar de comprender la historia desde las dicotomía de los vencedores y vencidos, el trabajo de Sinclair Thompson “Cuando sólo reinasen los indios” nos ayuda a comprender como existe la victoria entre los vencidos (2006). Debemos comprender la historia desde sus pliegues, desde los “espacios de desecho” de la historia colonial; no podemos seguir relatando que nosotros hemos sido los pobres indígenas colonizados por los abusivos españoles, debemos salir de una posición lastimera y victimizadora de la historia. El primer paso para salir de la condición colonial es “mirarnos con nuestros propios ojos”, debemos contar una historia que nos reconstituya como sujetos, que nos devuelva nuestra condición humana, que cuando “miremos atrás” veamos personas con capacidad de resistencia y lucha. Y ello sólo podremos si contamos nuestra historia desde nosotros. Las luchas de resistencia indígenas deberían ser el eje desde donde se cuente la historia, pero debe venir de un trabajo paralelo que es el entender como se ha configurado la condición colonial, es un ir y venir histórico, debe ayudarnos a comprender que “Ya es otro tiempo el presente”. Las ciencias sociales son un instrumento para ello, pero no como una forma acabada para implementar a las aulas, requiere creatividad y reconstrucción, si la narrativa colonial legitima y reproduce un tipo de dominación entonces sólo podremos superara desde “la perspectiva de su negación”. Debemos en primer lugar, si queremos un unas ciencias sociales que ayuden a procesos de descolonización, analizar el rol activo de los subalternos y las formas  de encubrimiento de dicho rol, dos tareas básicas pero fundamentales.

3.      El trabajo del punto anterior debe venir acompañado con una posición clara de los horizontes históricos que han configurado el presente y naturalizado la colonialidad. No podemos perder nunca de vista la conflictividad y los procesos históricos que surgen de ella, debemos aceptar el carácter “inerradicable del antagonismo” (Laclau y Mouffe, 2010). Si bien debemos salir de la dicotomía entre vencedores y vencidos, tenemos que tener en cuenta que este ha sido la principal forma de encubrimiento. El ciclo colonial (para usar la terminología de Silvia Rivera) se validó de la diferenciación cristianismo y paganismo, el ciclo liberal que tanto pensó en la modernización de la economía y la sociedad se empapo de un darwinismo social que diferenciaba entre el civilizado y el salvaje, y por último el ciclo populista que introdujo el discurso del desarrollismo y el mestizaje, los mismos edificados sobre los otros ciclos históricos: La oposición desarrollo-subdesarrollo, o modernidad-atraso, resultaron así sucedáneas de un larguísimo habitus maniqueo, y continúan cumpliendo funciones de exclusión y disciplinamiento  cultural, amparadas en la eficacia pedagógica de un Estado más interventor y centralizado” (Rivera, 2010: 40). Si en un principio Europa era el sujeto histórico, con los procesos independentistas el Estado (como modelo ideal de organización) logra ocupar ese lugar. Somos resultado de esos horizontes históricos, debemos estar conscientes que nuestra condición de sociedad abigarrada tiene esa base histórica.

4.      El punto anterior entonces tiene relación con una problematización la condición colonial y la colonización. No realizar una problematización de la condición colonial significaría la creencia de que tenemos todo los problemas resueltos solamente valorando las culturas “originarias”; se cree que se va emprender proyectos descolonizadores recopilando información sobre historias de los pueblos originarios. Habrá que preguntarnos: ¿Dónde las recopilamos la información? ¿Cuáles son las fuentes? ¿Vamos a recurrir a la historia oral? El uso de la historia oral significaría una total reconceptualización de nuestra historia, pero desde sus pliegues (ver punto 2). Debemos tener claro el tema, poco sabemos de lo que existía antes del periodo de colonización de los pueblos originarios y del mismo imperio Inkaico, de sus formas de organización y su convivencia, ¿Qué nos asegura sus formas “reciprocas” y “armónicas” de su organización? La arqueología y la antropología han desarrollado una investigación sobre elementos sumamente técnicos (tipos de cerámica, colores utilizados, métodos de datación sobre restos arqueológicos y otros elementos) que pocas luces dan sobre sistemas de organización de las culturas indígenas antes de la colonia, o sea que no existe desarrollada una arqueología y antropología analíticas y criticas sino técnica en nuestro país. Una de las principales formas de colonización es la negación de los subalternos por medio de la narración histórica: “el discurso histórico se constituye en uno de los principales mecanismos mecanismo de legitimación y reproducción der la dominación colonial” (Claros, 2011: 10). Es sumamente necesario reconstruir nuestra historia, pero nuevamente “la verdad no está ahí afuera” (Rorty, 1996), no es que algún día encontraremos una fuente histórica que nos diga que los aymaras o incas antes de la colonia vivían como una “comunidad del santo grial” y tendremos certeza de que eran recíprocos, armónicos y dialógicos, nuestra búsqueda esencialista de los indígena podría traernos frustraciones, puesto que también podríamos encontrar lo contrario.

5.      El pasado no es mitología. Cuando Karl Marx criticaba a los clásicos de la economía política (Ricardo y Smith) recurrir a historias casi mitológicas para dar explicaciones “histórico-filosóficas” de relaciones económicas cuya génesis ignoraban: “El cazador o pescador individual y aislado, por el cual comienza Smith y Ricardo, pertenece a tribales imaginaciones del siglo XVIII. Son robinsonadas que no expresan de ningún modo, como se figuran los historiadores de la civilización, una simple reacción contra un excesivo refinamiento y el retorno a una vida primitiva mal comprendida. (Marx, 1976: 247). Si somos rigurosos en el análisis, veremos que no existen fuentes para saber cómo era el Abya Yala antes de la colonia. Entonces no seamos ingenuos creyendo que tenemos la historia de nuestros pueblos flotando en el aire y que podremos contarla a nuestros estudiantes sin comprender que esa misma historia se cuenta desde un punto de vista. No existe un paradigma nuevo que reemplace al actual, hablar de un vivir bien como paradigma es muy precipitado, los conceptos y definiciones teóricas no habitan y existen natural y automáticamente al interior de las culturas formando un paradigma, estas lógicamente se construyen desde las proposiciones de los seres humanos; creer que los paradigmas, los conceptos y las proposiciones existen flotando en el mundo y que las podemos agarrar en cualquier momento es caer en la creencia de que existe un ser trascendental con lenguaje propio (una especie de dios), es creer que el mundo por su propia iniciativa se descompone y forma proposiciones (esto nuevamente pone en el tapete el problema de la libertad). La misma noción de paradigma encierra en sí misma un “contenido científico especifico” y si vamos hablar de él, el paradigma no está flotando en la realidad, es decir no surge de “observables empíricos” (Samanamud, 2011: 226) sino que es la  transformación en el sistema de categorías para observar el mundo y la realidad.
Hablar de un paradigma sin haber realizado una problematización es una ingenuidad contraproducente a un cambio radical, o queremos entender y hablar de un “vivir bien” en abstracto o dentro de una realidad de carácter insustancial: que prohíbe cualquier tipo de apego material al sujeto (trasciende el ámbito del bienestar material), que remedia cualquier tipo de tensión (riqueza armónica), y que exige al sujeto renunciar a sus deseos y adoptar una actitud de paz interior (convivencia comunitaria), esta postura es lo que Slavoj Žižek llamaría: “budismo occidental”, que simplemente es el remedio a las tensiones a las dinámicas capitalistas, si el multiculturalismo es la forma ideal de ideología del capitalismo global (Žižek: 1998), el budismo occidental es el complemento perfecto a esta ideología: “aparece como una manera de lo más eficaz de participar plenamente de la dinámica capitalista, manteniendo la apariencia de salud mental” (Žižek, 2005).

Estos cinco elementos son consideraciones iniciales que pueden ayudarnos a avanzar, están pensadas desde un realismo trágico, estos puntos se posicionan en una realidad que muestra fuertes componentes coloniales; estamos convencidos que desnudar las narrativas coloniales es un paso más en la descolonización de la educación (pequeño pero importante). Seamos más creativos con la historia que contamos, en vez de presentarla como un espacio idealizado empecemos comprendiendo qué se rompió en el periodo colonial y utilicemos (por ejemplo) las Crónicas Coloniales para comprender que existían lógicas distintas del mundo. Seamos honestos con nosotros mismos, el reto es enorme, por ello empecemos entendiendo nuestra historia, “hagamos una fenomenología del boliviano” (para usar a J.J. Bautista), problematicemos nuestra condición colonial y desde ahí construyamos el horizonte a seguir, uno más amplio y plural.

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[1] Para Silvia la idea importante para entender el colonialismo es entender la relación interpersonal basada en la idea de que el otro no es gente: la otra persona como no-gente.  Pero esta relación es recíproca, para el indígena el español no es gente, al igual que el español consideraba a los indígenas animales y carentes de alma: “la visión de lo indio como diferente está llena de prejuicios, sobre todo vinculados a la disquisición de si los indios tenían lama o no. Esa polémica es justamente en torno a la condición humana o no de los indios. La condición humana quiere decir, en este caso, cómo ven los indios a los españoles, la condición humana era la condición de sajra o ñanka o de todos los seres liminales de lo maligno, el mundo sobrenatural. No son animales, son seres malignos que tienen algo de humanos pero que eso sirve para engañar a los humanos…” (Rivera, 2006: 9).
[2] Por ejemplo, que algunos comerciantes de origen aymara hayan logrado un éxito económico en el mercado capitalista y mantengan ciertas expresiones, prácticas o rituales culturales muestra la tolerancia del racismo de la modernidad capitalista lo que indudablemente es síntoma del carácter universal del capitalismo y la modernidad.
[3] Se puede recurrir al amplio trabajo de Silvia Rivera sobre el mestizaje, a la crítica del grupo Estudios de la subalternidad, a la crítica latinoamericana del grupo modernidad/colonialidad, entre otros.
[4] La idea de subalternidad no se refiere a aquello que se encuentra antes o después de una situación de dominación, en todo caso surge de un tipo de integración diferencial y subordinada a esa situación, en nuestro caso integración al tiempo de la modernidad capitalista: “El ‘afuera’ [de lo subalterno] es distinto de lo que se imagina simplemente como ‘antes y después del capital’ en la prosa historicista. Con Derrida, pienso este ‘afuera’ como algo conectado con la misma categoría de capital, algo que responde al código temporal dentro del cual aparece el capital” (Chakrabarty en Beverley, 2010: 69)
[5] La utilización del término transición puede resultar conflictivo, la crítica al uso histórico del concepto de transición parte de que ésta obedecería a una lógica colonial, puesto que se vería la historia a partir de etapas que se transitan hasta alcanzar una etapa superior: “…las diferentes etapas de lo que se ha dado en llamar ‘modernidad’ se pensaron a sí mismas como momentos de transición hacia formas de conciencia o de organización social que contenían la promesa de un futuro ilimitado” (Laclau en Claros, 2011: 18), esto sería comprensible si nuestro horizonte civilizatorio estuviese centrado en la modernidad, pero claramente nuestro horizonte  se fundamenta en lo indígena. Entonces nuestra transición es conflictiva porque no pasamos de un estadio definido y conocido a otro, construimos en ese transitar, construimos el mismo tránsito, ello lo saca de la lógica colonial.