martes, 11 de septiembre de 2012

EL RETO DEL PRESENTE: CONSTRUIR CIUDADANÍAS CRÍTICAS Y PLURALES


Marcelo Sarzuri-Lima
Investigador del Instituto Internacional de Integración

1.      A modo de introducción

Las palabras y sus significados son esenciales en la historia, ellos se transforman de acuerdo al movimiento de las sociedades. Los significados permiten consolidar diversos cambios sociales, políticos y culturales porque su universalización mostrará la capacidad de representar la “realidad”. El concepto de ciudadanía ha sido un componente esencial en la organización de las sociedades modernas pero a diferencia de otras palabras su concepto siempre ha estado ligado a un status jurídico-normativo de posesión de derechos y deberes. Si bien el significante ha mantenido su concepto primigenio debemos recalcar que el punto donde se explica su evolución es en la comunidad política donde se desarrolla la práctica ciudadana. Por ejemplo, en las polis griegas se imponía la primacía de lo político sobre lo social (Arendt, 1999), a diferencia de los Estados modernos, que son los que monopolizan la política, en el polités griego no existía una distinción entre lo político y lo social porque los ciudadanos en su vida cotidiana ejercían formas de autogobierno y práctica ciudadana. Pero el precio de ejercer la política de manera inmediata se pagó con altos grados de exclusión: “Parece ser que el precio de la inclusión de algunos es la exclusión de otros. De modo que, desde una visión negativa, podría considerarse que el ideal comunitario griego se construyó en torno a unos severos códigos de nosotros/ellos” (Delanty, 2006: 31).

Esta exclusión, inherente a la construcción de ciudadanía encontró en el civitas del Imperio Romano un intentó por superar una comunidad de ciudadanos de carácter local e inmediato a una comunidad de ciudadanos de carácter universal (la asociación de societas con universalis). Aunque, según Gerard Delanty, es en el pensamiento cristiano medieval que recién se construye una noción de comunidad universal que supere el orden territorial. Siguiendo esta línea de análisis Jesús Trillo-Figueroa menciona que la ley como expresión de la voluntad general y los sujetos como ciudadanos titulares de derechos y libertades es en el fondo una secularización del cristianismo:

Al fin y al cabo ¿no son acaso la libertad, la igualdad y la fraternidad versiones secularizadas del libre albedrío medieval; la igualdad, secularización de la filiación divina, es decir, la consideración de que todos somos hijos de Dios iguales ante los ojos de Dios. Y finalmente la fraternidad, una versión secular de la caridad y de la propia paternidad común? (Trillo-Figueroa, 2008: 128)

Hasta hoy no existe una resolución a este conflicto de pertenencia e identidad cultural (esa cercanía con la comunidad local) y práctica ciudadana, la primera ligada con lo local y la segunda de carácter global y universalizante, y es un conflicto permanente en las teorías sobre ciudadanía (por ejemplo, entre el comunitarismo y el liberalismo). Por ello, el concepto de ciudadanía es una construcción conflictiva y depende del lugar que intentemos privilegiar (lo social o lo político) y se debe realizar una revisión de elementos que nos permitan construir comunidades políticas más incluyentes y equitativas. Los siguientes puntos abordaran temas importantes en la construcción de la ciudadanía moderna pero también mostraran elementos para pensar los saberes para la ciudadanía que permitan formar ciudadanías críticas.

2.      El Estado-nación. La comunidad política indispensable[1]

La idea que, el ser humano es el dueño de su vida  y que su libertad es el derecho de poder ser y hacer lo que él desea, presenta al ser en el terreno “inmanente del conocimiento y la acción” (Hardt y Negri, 2002: 74), las acciones que pudiesen desprenderse de esta forma de plantear la libertad implican una pluralidad de preceptos que guían los mismos y que difícilmente pudiesen ser enmarcados en códigos éticos universales. Entre los siglos XIII y XVI fue éste el fenómeno que vivió Europa, una corriente humanista que intentaba dejar en el pasado lo estricto e inflexible de los cánones éticos y morales de la iglesia y la estructura social medieval: “los poderes de la creación, antes atribuidos exclusivamente a los cielos, se hacen descender a la tierra. Se descubre la plenitud del plano de la inmanencia” (Ibíd.: 76). 

La transformación social que nació en corrientes humanistas puede calificarse –para su tiempo– de un proceso revolucionario radical, emancipativo si se desea, fue un proceso de liberación en el más puro sentido porque transitaba “de formas de libertad inferiores y limitadas, a otras superiores” (Marcuse, 1969: 147). Este fue un primer paso para la construcción de la modernidad, poner en el centro del universo al hombre, su accionar y la razón. Pero la modernidad, a diferencia de lo que se cree, nunca fue concepto consensuado y unitario; si el humanismo exaltaba al hombre era necesario plantear límites a su accionar. Es así que, el Renacimiento nace como un movimiento que intentaba frenar la arremetida de lo humano, establecía un poder general en relación a las nuevas concepciones del hombre, y con ella de la multitud; era un intento por trasladar el poder inmanente y constitutivo del hombre a un plano trascendente, se relativizaba la ciencia –creación humana que ponía al hombre a la par con Dios– y retomaba el orden en contra el deseo. Si bien nunca se pudo retornar al estado anterior que el Humanismo había rebasado, el Renacentismo apeló a un “poder trascendente explotando la angustia y el temor de las masas, su deseo de reducir la incertidumbre de la vida y de aumentar la seguridad” (Hardt y Negri, 2002: 78). El Renacentismo se contraponía al poder inmanente del ser humano y construía un segundo precepto que se haría inherente a la modernidad. El conflicto constituyó la modernidad y solamente una fusión de lo mejor de ambas corrientes podía ser viable:

…el humanismo del Renacimiento inauguraba una noción revolucionaria de igualdad, de singularidad y comunidad humana, de cooperación y de multitud, que armonizaba con las fuerzas y los deseos que se extendían horizontalmente por todo el globo, redoblados por el descubrimiento de otras poblaciones y otros territorios [el descubrimiento de América]. Sin embargo, por el otro, el mismo poder contrarrevolucionario que procuraba controlar las fuerzas constitutivas y subversivas dentro de Europa también comenzó a advertir la posibilidad y la necesidad de subordinar las otras poblaciones a la dominación europea. (Hardt y Negri, 2002: 79)

Un humanismo del Renacimiento ponía la libertad y la inmanencia constituyente del acto humano subordinados a la voluntad general; pero ni la voluntad general en sí misma conocía lo humano, en todo caso se planteaba que unos cuantos eran los elegidos para alcanzar la liberación y “encontrarse” con lo más humano, esos cuantos eran los grupos “iluminados”, eran los sectores que habían logrado guiarse por la razón y podían “desplegar la impresionante capacidad humana al servicio de la libertad, la creación propia y la autolegislación” (Bauman, 2004: 31). La ciencia era la forma como operaba la razón y los hombres de ciencia habían logrado separarse de su lado “animal” y este hecho los habilitaba para llevar “libertad”, “legislación” y “conocimiento” a las masas ignorantes, bárbaras y salvajes; esta especie de “consenso” entre las fuentes sociales, culturales, filosóficas y políticas de la modernidad europea (humanismo y Renacimiento) es la que se externaliza en su relacionamiento con otras poblaciones, sin duda operaba como reacción ante una posible igualdad de los “otros”, era un intento de contener cualquier resquicio de potencialidad constitutiva y subversiva del “otro”, actos que sólo podía ser realizados por los “elegidos” iluminados por la razón.

Pero volvamos al tema del cómo se logra llegar a un aparente “consenso” entre las fuentes de la modernidad[2]. Lo primero que empezó a desarrollar el pensamiento filosófico europeo fue apartarse de cualquier intento de plantear al hombre como productor ético de su vida y el mundo; se debía imponer una mediación en las complejas relaciones sociales. Si no se podía volver al dualismo ontológico de la Edad Media, se debía crear un dualismo funcional que discipline a la multitud de sujetos. Se plantea que la naturaleza y la experiencia solo podían conocerse a partir de filtros de los fenómenos, esos filtros se reducían a una reflexión del intelecto y tenían en el método científico su forma acabada de reflexión; la potencialidad humana quedaba limitada a la imposición de un tipo de razón y con ella de un orden trascendental.

El mundo era mostrado como el lugar donde el dolor y la necesidad hacían imposible el surgimiento de fuerzas nobles o “elevadas” y que lo humano en ese entonces no era la “verdadera naturaleza humana”. El modelo ideal de lo “humano” existía solamente como potencia: “La naturaleza humana 'todavía' no es tal; es sólo su potencial; un potencial inacabado pero lo más importante inacabable por sí solo, sin la ayuda de la razón y de quienes portan la razón” (Bauman, 2004: 34). Esto sin lugar a dudas es una concepción política del tiempo: si lo humano sólo era concebida como potencia (lo que puede ser), entonces lo “verdaderamente humano” solo podía ser alcanzado en el futuro, de nada servía hacer descender “los poderes de la creación de los cielos a la tierra” si lo creativo de la acción humana sólo podía darse en el futuro, se renunciaba a cualquier acción creativa en el presente; el presente –que es lo que vivimos– siempre se muestra efímero, siempre es el instante fugaz y con ella se marcha cualquier intento de acción por alcanzar “lo verdaderamente humano” y se piensa que esta acción será posible en el futuro, el cual nunca será realizable porque siempre es inalcanzable; en todo caso el futuro de la modernidad cumple la misma función que el cielo medieval. Esta concepción del tiempo era perfectamente útil con la idea “iluminar el camino hacia lo verdaderamente humano”; ésta acción requería que los hombres guiados por la razón muestren cuales eran las normas y valores que llevarían al pueblo a lo “verdaderamente” humano y que su cumplimiento generaría recompensas. Los hombres de razón estaban llamados a mostrar el camino a seguir, de estos pocos dependía diseñar una realidad de acuerdo a los preceptos de la “verdadera naturaleza humana”, posición que sin duda los constituía en la autoridad humana, social y moral. En cambio los otros las masas ignorantes recibían los preceptos de lo “humano” en forma de leyes: “pese al hecho de que la razón es propiedad de cada persona, las reglas promulgadas en nombre de la razón deben obedecerse con la sumisión debida a una poderosa fuerza externa” (Bauman, 2004: 36).

¿Cuál es la poderosa fuerza externa? Aunque la razón y con ella la ética y la moral se justifiquen en el individuo y su autonomía, la garantía de que se cumplan es responsabilidad de un ente heterónomo; con este planteamiento se ponía fin a la crisis y contradicción que presentaba la modernidad,  la garantía de realizar actos éticos y morales que estén guiados por la razón residían en el poder del Estado. En el centro del planteamiento se encontraba que toda  libertad del individuo de elegir o juzgar necesitaba un ente externo que lo obligase a “hacer el bien por su propio bien”.

Veamos detenidamente el aspecto de la poderosa fuerza externa encarnada en el Estado, y para ello recurramos al pensador que le dio el diseño genético al concepto de modernidad. G.W.F. Hegel ubicaba la solución a la crisis entre la inmanencia del acto humano y la necesidad de contar con un orden trascendente en el dominio del Estado; el Estado se convertía en la “sustancia ética autoconsciente” (Hegel, 1997: 540), el Estado era “en sí mismo y para sí mismo el todo ético”, “lo esencial para la marcha de Dios a través del mundo” (Hegel en Hardt y Negri, 2002: 84). Sin duda, el Estado –en Hegel– encarna lo ético y ello se debe a que es la unión de los máximos principios de la familia y la sociedad civil, su esencia “es como el sentimiento amoroso” (Hegel, 1997: 540) que une a la familia pero que recibe la forma de universalidad consciente es decir, del querer que sabe y actúa desde sí. Para Hegel toda determinación del Estado tiene contenido y fin absoluto en una subjetividad cognoscente (Ibíd.: 550), esto quiere decir que busca lo racional en y para sí y de esa forma su voluntad es universal.

Si bien Hegel plantea que la singularidad del Estado consiste en sostener a los individuos como personas para asegurarles bienestar (el derecho como necesidad), el Estado debe reconducir a la familia y la sociedad civil a la vida de la sustancia universal[3], y “como poder libre, ha de quebrantar esas esferas a él subordinadas y mantenerlas en inmanencia sustancial” (Hegel, 1997: 551-552). Hegel está planteando que cualquier acción, acto o práctica del individuo está subordinada al pueblo y lo que ella considere como libertad, esa forma de libertad solo puede ser universalizada en la medida que la voluntad del individuo dependa de la voluntad general, solo de esa forma es racional, pero la unidad de individuos (el pueblo) solo es una unidad abstracta, y la expresión de esa unidad es la ley, ya que en ella se “expresan el contenido de la libertad objetiva” (Ibíd.: 552). Pero ocurre algo en el espacio entre las voluntades individuales reales y la forma “racional” de la voluntad general, entre ambas existe una contradicción irresuelta que termina desarrollando un instrumento de dominación social. Esta contradicción termina privilegiando al todo sobre el individuo, lo subjetivo y objetivo del espíritu y con ello la razón terminan formalizandose bajo el argumento de lo ético correcto y aceptado por la voluntad del pueblo:

Claramente –según Hegel– la única forma de pensar la libertad es superando las unilateralidades de la libertad del espíritu objetivo y subjetivo. La libertad subjetiva (entiéndase individual) solo puede ser voluntad racional y solo es tal si es universal, es decir si guarda relación con la voluntad general, pero esa voluntad general funciona simplemente si se formaliza es decir, si se convierte en ley, sólo de esa forma está en capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo justo e injusto. La ley es la formalización de la voluntad racional universalizada y se efectiviza en la realidad como costumbre ética y ella es referencia de las relaciones humanas, se constituyen en sus obligaciones éticas.

Las personas que se empapen de la ética planteada por Hegel se empapan de la vida sustancial y solamente eso es considerado virtud  (Hegel, 1997: 540), de allí que la idea de ser un buen ciudadano se reduce al hecho de cumplir ciegamente normas y leyes. La virtud hegeliana en relación a lo inmediato exterior (al destino) es “tratar de ser el ser como algo no negativo, o sea a un destino, la virtud es un descansar en sí mismo” y en relación a la objetividad sustancial (la realidad) “es obrar intencionalmente en favor de esta realidad [realidad ética] y es capacidad de sacrificarse por ella” (Hegel, 1997: 540). Nótese como la concepción política del tiempo y la ética como virtud fundan un “dejar ser” al presente, no existe un espacio sin control y dominio sobre la acción creativa humana, el “ser no-negativo”, “descansar en uno” o “el obrar en favor de esta realidad” si bien se fundamentan en leyes también deben incorporarse en las personas como sentido común, existe un sentimiento de conformidad con el presente, aparentemente nunca se puede superar la realidad y es por eso que existe la creencia de que más allá de nuestro presente no existe nada más: ¿el fin de la historia? Aparentemente es así.

Al mostrarse como racional, universal y sobre todo basarse en un criterio de libertad el Estado moderno se muestra como autoabsoluto, aparentemente no está determinada por algo externo pero su in-condicionamiento deriva de un poder trascendental que la voluntad racional de la singularidad le ha otorgado a partir de una representación y ahí radica su soberanía. Entonces la trascendencia del soberano no se apoya en fundamentos teológicos sino en lo inmanente de las relaciones humanas pero la representación que sirve para legitimar este poder soberano termina por apartarlo de sus representados (Hart y Negri, 2002: 85). El hecho es simple, cuando nosotros depositamos en algo nuestra voluntad ese algo tiene la capacidad de decidir por nosotros, más allá de si tenemos consentimiento o no con la decisión tomada.

Esta delegación de la capacidad de decisión se ve contenida en la constitución, según Hegel ella: “contiene determinaciones del modo cómo la voluntad racional… llega por una parte a la conciencia y comprensión de sí misma y es encontrada… mediante la actuación eficaz del gobierno” (Hegel, 1997: 552-553). El marco categorial (trascendental) que sustenta el Estado puede ser aplicado a cualquier tipo de gobierno, pero cuando responde a un tipo de intereses, responde a un tipo de sociedad y ahí está la clave para pensar en Estados nacionales que puedan responder a las necesidades de sus sociedades. Entonces es necesario pensar en Estado nacionales que superen la formación política aparente y construir Estados integrales. Álvaro García Linera, retomando los análisis del René Zavaleta Mercado, menciona que:

…el Estado aparente, ilusorio, es aquel que no logra condensar la totalidad de la sociedad, solamente representa a un pedazo privilegiado de ella; no logra articular la territorialidad del Estado y solamente representa y unifica fragmentos aislados del territorio patrio… Un Estado aparente es aquel que no logra incorporar los hábitos, la cultura y las formas de organización política de la sociedad, articula sólo a ciertos hábitos políticos y deja al margen a otros sectores sociales, regiones, territorios y prácticas políticas. (García Linera, 2010: 7)

Debemos superar aquella vieja noción que considera a la nación, aquel proyecto colectivo de vida común e identidad propia (Trillo-Figueroa, 2008), como la base de los Estados modernos. En nuestros países la construcción de la nación ha sido un tema conflictivo presente a lo largo de la  historia. Nuestras sociedades no son homogéneas y la diversidad es nuestra riqueza, por ello la voluntad popular efectiva no puede reducirse a un “espíritu único del pueblo”, este espíritu “único del pueblo” muchas veces es interpretado por los gobernantes de turno al margen de los derechos e intereses de los ciudadanos que componen el cuerpo social. Mientras más se aleje el Estado de su sociedad “la persona humana se convierte en una entidad subordinada a la voluntad de un ser superior” (Ibíd.: 200).

Pero si construimos Estados donde la sociedad civil, los ciudadanos, las regiones, los trabajadores, las clases sociales y su representación política estatal tengan correspondencia podremos construir un Estado que supere lo formal y contractual, Álvaro García Linera menciona que un: “Estado integral o pleno es aquel en el que hay un liderazgo social, político, moral e intelectualmente activo, que permite crear el sentido de pertenencia y representación de todos en la estructura administrativa del Estado” (García Linera, 2010: 11).

Estos planteamientos implican una evolución del Estado y retomar uno de los preceptos de la modernidad: la autonomía. La desconcentración del poder es un elemento vital pero sin dejar que el Estado tenga presencia en todas las regiones, esto con el fin de no dejar personas excluidas y desprotegidas por el “Estado de derecho”. A estos procesos se ha denominado la “desconcentración democrática del poder” y un “reposicionamiento del Estado en su territorio” (Ibíd.: 12), lo planteado relegitimaría al Estado y su relación con la sociedad civil (en una época en donde los problemas de representatividad y legitimidad son una constante). Como menciona Manuel Castells: “Para cada problema, para cada ámbito de decisión se produce una configuración distinta de la combinatoria administrativa que compone el nuevo estado. Es un estado-red que funciona mediante la interacción de sus distintos componentes en un proceso continuo de estrategia, conflicto, negociación, compromiso, codecisión y decisión, que constituye la práctica político-administrativa concreta de nuestras sociedades” (Castells, 1999: 8). Con lo expuesto entramos a un terreno sociopolítico que nos permite construir Estados fuertes, integradores, integrales y realmente nacionales, es decir un cuerpo político para todas y todos. Esto es democratizar y modernizar e Estado, es transparentar la relación Estado-sociedad civil y construir una soberanía material al Estado.

3.      “Pueblo” y “multitud”. Hacia la reconceptualización del espacio público

Desde siempre la relación individuo-sociedad ha sido un punto conflictivo en las teorías políticas, unos privilegian al individuo y ven a la sociedad como un complemento, en cambio otras posturas creen que no existiría individuo fuera de las relaciones sociales y la sociedad. Un elemento importante en la construcción de lo que ahora consideramos sociedad civil fue el surgimiento de la noción de “pueblo” tanto como concepto teórico y como desarrollo histórico de las sociedades, lejos de un consenso sobre cómo se debía constituir el espacio público la idea de pueblo se constituyó en una categoría político-social que posibilitó el surgimiento de los Estados modernos.

Es necesario realizar una “reactivación” de la contingencia originaria de la categoría “pueblo” para comprender las diferencias existentes en la constitución de lo público en las ciudadanías modernas. Las controversias teóricas y prácticas del Siglo XVII sobre lo público se centraban en la noción de “pueblo” y “multitud”. Con la formación de los Estado-nación la conceptualización de pueblo fue la que se prevaleció, la vida en sociedad y el reciente formado espíritu de la sociedad civil eran concebidos como el “pueblo”. ¿Por qué hablar de “multitud” después de la constitución de los Estados modernos? ¿Por qué reabrir una vieja disputa sobre un concepto derrotado? Porque esta disputa sobre las formas del espacio público puede ayudar a construir ciudadanías acorde al tiempo que vivimos.

En este sentido es necesario retomar el debate entre Hobbes y Spinoza. Para Thomas Hobbes el Leviathan se constituía en el pacto entre hombres que administra la res pública donde las voluntades individuales libres decidían actuar para adquirir ventajas comunes a partir de voluntades únicas. Las ventajas comunes y voluntades únicas se expresarían en leyes que garantizaría la seguridad individual y limitaría los intereses (y pasiones) individuales: “El pueblo es algo que tiene que ver con lo uno, tiene una voluntad única y por ende se le puede atribuir una voluntad única” (Hobbes, 1999: 8). De esta premisa Hobbes creía que la idea de “multitud” era esa pluralidad que nunca convergía en una unidad sintética y por ello se convertía en un peligro para el “monopolio de la decisión política que es el Estado” (Virno, 2003: 12). Todo el pensamiento político filosófico moderno (Hobbes-Locke-Rousseau-Hegel) son partidarios de esta premisa.

Pero ¿a qué hace referencia el concepto de “multitud”, ese concepto que Thomas Hobbes detestaba y lo adhería a un “estado de naturaleza”? Spinoza es uno de los autores olvidados del Siglo XVII, su pensamiento está marcado por todos los procesos de exclusión que un individuo podría soportar en su época (judío, emigrante y excomulgado por la Iglesia Católica), por ello también su propuesta teórica-política se basa en una liberación ética del ser humano. Si bien es cierto que Spinoza comparte con Thomas Hobbes la idea contractualista que justifica el Poder estatal y ambos ven al estado de naturaleza un estado social donde predomina la violencia y la inseguridad inclinándose por la consolidación de un Estado absoluto (Ver Ansuategui, 1998), su pensamiento hace una distinción importante al momento de plantear el espacio de lo público y nos otorga elementos importantes para construir democracias y ciudadanías activas y críticas. Spinoza creía que en la multitud se fundamentaban las libertades civiles (Spinoza, 1986), no existe la necesidad de limitar al máximo las libertades a partir de lo político sino que es necesario pensar en el desarrollo conjunto de la política y la ética donde el Estado sea un instrumento político de perfeccionamiento humano y “los hombres puedan vivir concordes y prestarse ayuda” (Spinoza, 1987: 292)[4].

¿Cuál es la finalidad de esta distinción conceptual en los modernos Estados-nación latinoamericanos? No debemos olvidar que las sociedades latinoamericanas se han estructurado sobre la construcción artificial de una identidad y una cultura homogénea que ha negado la diversidad cultural y ha intentado ocultar las diferencias socioeconómicas que coexisten al interior de los Estados nacionales a nombre de una igualdad abstracta. El Estado-nación como comunidad política, siguiendo a Juan Ansion, crea la ficción de generar una sociedad culturalmente homogénea, esto debido a que en la práctica entiende “igualdad” como “identidad” (Ansion, 2007: 54). Si la modernidad ha tenido como ejes fundamentales el desarrollo de la razón y la constitución del sujeto, en tanto proceso de individuación y autonomía[5], debemos comprender que estos dos elementos no han estado conectados y articulados en la construcción de sociedades más equitativas e igualitarias, en todo caso se presentan como ejes en oposición y tensión. Esto ha llevado a que, por un lado la razón instrumentalice hacia fines que no responden a las necesidades de las personas y las sociedades sino hacia fines “técnicos” y de ilimitado crecimiento (lo que Cornelius Castoriadis considera “la expansión ilimitada del dominio racional”) que incluso afectan el espacio donde vivimos y habitamos. Por otro lado, los procesos de individuación han sido procesos de atomización social donde el sujeto se desliga totalmente de su entorno inmediato y llega a considerarse una entidad totalmente autónoma sin responsabilidad sobre y en su comunidad.

Entre estos dos polos se levanta el espacio público en sociedades y Estados modernos, el espacio público es un encuentro entre la construcción racional del Estado y la acción autónoma de la sociedad. Pero muchos son los problemas que pueden generar si el accionar desde el Estado se separa del accionar y sentir de la sociedad, lo que anteriormente se conceptualizó como Estado aparente:

La organización o control por el Estado de dichos aspectos [se refiere a educación, salud o justicia] de la vida social no están mal como tales. Al contrario, pueden significar la introducción de una necesaria racionalidad. Son, sin embargo, muchos los problemas suscitados. El más importante, tal vez, es que, al apropiarse de antiguos espacios sociales, el Estado lo hace de forma unilateral, es decir, de acuerdo con criterios propios de los grupos de poder dominantes, excluyendo a los grupos sociales, étnicos o culturales, que tienen una visión diferente de las cosas. Esto se hace evidente cuando vemos de qué modo se organizan la justicia, la educación o la salud. (Ansion, 2009: 53)

La sociedad nunca es un ente homogéneo con voluntad y acción única, en su interior coexisten diversas formas de participación y acción ciudadana y son en estos espacios que muchas veces la distinción de lo privado y lo público tienen límites muy difusos; si bien todos entendemos que los encargados de llevar las riendas del espacio público (entiéndase gobernantes) no pueden inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos y los ciudadanos no pueden beneficiarse de recursos públicos, elemento central en la teoría sobre ciudadanía, en la práctica estas distinciones no funciona transparentemente. Nuestros países sufren el permanente problema del uso patrimonial y clientelar del espacio público a favor de intereses privados o sectoriales y ello muestra que la ciudadanía es un beneficio de pocos (aquellos que se benefician de lo público) y condena a la gran mayoría de la población a “ciudadanías a medias”. Así también la sociedad civil casi siempre se ha constituido en un asociación cerrada de los grupos dominantes: “atrapada en enclaves de libertad cívica y racionalidad legal, separada de la más amplía vida popular de las comunidades” (Chatterjee, 2008: 58). En estos casos los “casi” ciudadanos intentaran reapropiarse de la esfera pública para hacer conocer su opinión y ser partícipes más activos de los asuntos públicos pero desde sus ciudadanías diferenciadas, por ello la ciudadanía es una permanente interlocución entre gobernantes y gobernados. Muchos de los movimientos indígenas o afro en algunos países latinoamericanos no fueron movimientos en contra el Estado sino a favor de una ampliación del cuerpo político y la democratización de lo público, fueron movimientos por derechos e igualdad real y efectiva.

Es en este punto que debemos comprender que la sociedad no se condensa en un “pueblo” de voluntad y razón única, esta forma de concebir lo público ha implicado la invisivilización de grupos cultural, étnica y socialmente diversos; en todo caso, y siguiendo el análisis realizado por Paolo Virno, debemos entender que la sociedad funciona y se articula desde esa vieja noción spinoziana de multitud:

multitud indica una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en lo que respecta a los quehaceres comunes (comunitarios), sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto. Multitud es la forma de existencia social y política de los muchos en tanto muchos: forma permanente, no episódica o intersticial. (Virno, 2003: 11-12)
                      
Si bien la libertad individual es algo necesario e importante para la construcción de sociedades modernas muchas veces esta se construye a partir del miedo de las libertades de otros, de ahí la clásica noción de que la libertad de uno termina donde inicia la de otro. Las libertades de los individuos en las sociedades modernas no se relacionan como ejercicio dialógicos de la razón y acción sino como interacciones que resultan de “cálculos estratégicos monológicos” (Tapia, 2008: 19). Si todo el tiempo nos desprendemos de las libertades de los “otros” que componen nuestro entorno inmediato, naturalmente existirá un paulatino desprendimiento y desarticulación entre el individuo y la comunidad. La libertad y los derechos de los demás deben ser también una responsabilidad del individuo, los derechos y libertades no se construyen simplemente como calculo estratégico individual sino se construyen en permanente relación con otros individuos, ya sea en la esfera familiar y comunal (de ahí que Alain Touraine plantee a la comunidad como el intermediario entre el individuo y la sociedad en la práctica ciudadana contemporánea).

Existen diferentes prácticas ciudadanas, muchas colectividades en su diferencian se apropian y ejercen sus derechos y deberes lejos de la mediación del Estado. Los saberes para la ciudadanía deberían partir de una concepción plural, conflictiva y diversa de nuestras sociedades, si seguimos considerando al pueblo como masa homogénea seguiremos construyendo ciudadanías diferenciadas y diferenciadoras. Si el “pueblo” es el resultado de un movimiento centrípeto: “de los individuos atomizados a la unidad del ‘cuerpo político’. El Uno es el punto final de este movimiento centrípeto” (Virno, 2003: 35); en cambio, si consideramos el espacio público como una multitud, ésta es el final del movimiento centrifugo: del Uno a los Muchos. La multitud no se contrapone a la Unidad del pueblo, la unidad es algo que existente (en tanto Estado-nación) pero esta unidad debe garantizar la igualdad y la construcción del espacio común compartido en tanto existencia político-social de los muchos en tanto muchos.

4.      El reto del presente: Ciudadanías críticas

La concepción moderna de ciudadanía (en tanto sujeto y objeto) tiene sustento lógico y conceptual netamente en el ámbito jurídico; se es ciudadano porque uno posee derechos y deberes, y un modelo ideal de ciudadanía buscaría el permanente equilibrio entre ambos. En ese sentido para el Estado-nación todos los individuos nacen libres e iguales, en relación a otros individuos de la comunidad política, porque así lo reconocen las leyes y la constitución política. El problema que surge de esta concepción de ciudadanía es que la misma se reduce a un status legal[6]. Con el surgimiento del neoliberalismo existe una reconceptualización del concepto de ciudadanía, si bien se reconoce muchos de los preceptos como la igualdad y la libertad de los individuos, se interviene en el espacio de la praxis ciudadana. El neoliberalismo redefine el espacio de intervención ciudadana reduciéndola a la esfera mercantil: “se puede ser ciudadano a partir del reconocimiento de una acción responsable, de una intervención responsable del individuo, del agente en el mercado” (Gentili, 2003: 3. Cursivas nuestras)[7]. En esta nueva reconfiguración del espacios de la praxis ciudadana el Estado busca mantener las garantías individuales encima de los derechos sociales, se promueve la búsqueda racional y razonable del interés individual, pero garantizando la neutralidad de la justicia y la consolidación  de una sociedad ordenada[8].

Pero existen tensiones en esta noción de ciudadanía. Por un lado, la igualdad (formal) de los ciudadanos, reconocida en las leyes y constituciones políticas, debería traducirse en una autonomía económica y política del individuo respecto a sus pares (“Un ciudadano es un individuo que no tiene relaciones de dependencia personal… es relativamente autónomo”, López, 1997: 118), pero esto no se efectúa plenamente, puesto que los sistemas sociales fallan al momento de neutralizar la discriminación; no se garantiza una mínima igualdad socioeconómica (no todos tienen las mismas oportunidades) y política (la participación ciudadana se reduce a la elección de representantes, lo que produce sistemas políticos cerrados y excluyentes). Por otro lado, al Estado-nación no le interesa como los derechos son ejercidos por los ciudadanos (el ámbito de libertad), mientras este ejercicio no quebrante la ley ni interfiera los derechos de otros individuos. En este estrecho margen del ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos, según Chantal Mouffe, la teoría liberal sobre la ciudadanía no toma en cuenta nociones como responsabilidad pública, actividad cívica o participación política en una comunidad de iguales (Mouffe, 2001: 8). Estas tensiones han conducido a la instauración de una sociedad civil (el espacio de participación ciudadana) como un espacio cerrado de grupos de elite (Chatterjee, 2008: 58); producto estas tensiones es que se debe diferenciar dos formas de ciudadanía: una ciudadanía formal, que aparece en el ámbito legal (como status) y una ciudadanía efectiva producto de las tensiones existentes al interior de la sociedad. 

Por otro lado la noción de ciudadanía de los Estados-nación ha encontrado en la educación, específicamente en la escuela, el espacio privilegiado para su reproducción y socialización. Pero también el Estado-nación ha convertido a la educación en un prerrequisito para acceder al status de ciudadano. No por nada Antonio Gramsci construyó la ecuación: sociedad civil, cultura letrada y hegemonía; es decir que la ciudadanía y la autoridad no pueden estar separadas de la educación formal (Ver Beverley, 2010). El Estado-nación construye su hegemonía por medio de la escuela, allí se enseña el deber ser del ciudadano, los valores del Estado-nación y aquello que la sociedad entenderá como los patrones “normales” de relacionamiento entre los individuos: “La escuela se estructura como un sistema de autoridad estatal” (Regalsky, 2003: 166). Por esta razón la educación se convierte en un derecho fundamental y elemento importante para la práctica activa de la ciudadanía, por ello muchos Estados se han centrado en garantizar el acceso y permanencia de los individuos en el sistema escolar; pero estas acciones no garantizan la eliminación de la discriminación, la segregación y exclusión social[9].

Se debe dejar claramente establecido que la ciudadanía es la construcción artificial de la sociedad: una modalidad de ejercicio de la sociabilidad culturalmente elaborado, que pertenece al ámbito de lo político y un modelo de individuo cultivado a construir” (Gimeno Sacristán, 2002: 162). A partir de esta se define la inserción de las personas en la sociedad política y ello implica la construcción de identidades políticas. Esta construcción depende del tipo de Estado-nación y sociedad civil, su relación permanente entre ellas y la relación de los gobernantes y gobernados.

Así también no hay que olvidar que la ciudadanía es una historia política de inclusiones y reconocimiento de derechos, el diseño de instituciones y la presencia y participación de las personas en la vida  política, si bien la ciudadanía es un status jurídico-normativo ese estatus siempre es una conquista social:

La ciudadanía en todos los casos es siempre una historia. Una historia política de luchas por conquistar el reconocimiento de derechos, y de luchas entre los grupos dominantes también, por la definición de los límites de la integración y el reconocimiento políticos, sobre los espacios y tiempos de su realización. La ciudadanía es una historia de ampliaciones y reducciones del cuerpo políticos (Tapia, 2002: 94).

En este sentido Rene Zavaleta Mercado diferenciaba la libertad como derecho, la libertad como dato asumido y la libertad como práctica: “en otras palabras, el derecho debe convertirse en un prejuicio y el prejuicio en un acto y si se quiere, el acto en un hábito” (Zavaleta, 1990: 85). No basta con declarar y reconocer los mismos derechos y deberes para las personas, porque en realidad eso nunca implica que todas las personas tengan las mismas oportunidades, es necesario compensar desigualdades pero la ampliación del concepto de ciudadanía desde una perspectiva crítica va más allá de favorecer a los grupos “excluidos” y “vulnerables”, la ciudadanía debe reconocer nuestras realidades plurales (por ello la ampliación del espacio público expuesto líneas arriba).

La ciudadanía crítica[10] reconoce que la ciudadanía es un permanente proceso de construcción de deberes y responsabilidades, se adscribe a la visión de que el hombre es un ser perfectible por ello tiene una idea optimista de la sociedad, la vida en comunidad y una “creencia en una sociedad civil que perfecciona la vida humana” (Trillo Figueroa, 2008: 184)[11]. La ciudadanía crítica se construye desde la diferencia y el conflicto que surge de la interlocución entre los que gobiernan y los gobernados y al interior de la sociedad, por ello la ciudadanía crítica es una ciudadanía que se construye desde la pluralidad y la diferencia. En ese sentido la ciudadanía crítica denuncia cualquier tipo de exclusión sociopolítico y cultural porque considera que el espacio público es una responsabilidad de todas y todos los ciudadanos. La ciudadanía crítica se fundamenta en la justicia y equidad, y asume a la libertad como una práctica y derecho. El eje que sostiene la propuesta de construir ciudadanías críticas es la responsabilidad social de transformar las realidades inequitativas y desiguales. Un punto estratégico es el planteamiento de la gestión social del poder: “ejercido desde la lógica del servicio y no desde la concentración y centralización de poder” (Centro Cultural Poveda, 2007: 140).

La ciudadanía crítica asume todos los preceptos de la ciudadanía civil (el status civitatis: “que le otorga un conjunto de libertades y de derechos activos y pasivos que le permiten desarrollarse y perfeccionarse como persona” Trillo-Figueroa, 2008: 185), pero también incluye derechos políticos, sociales, públicos  y culturales que eventualmente pueden convertirse en libertades puesto que el Estado no puede otorgar libertades sino derechos y las libertades sólo se pueden ejercer en tanto proceso de apropiación y acción de la sociedad. Estos planteamientos, utilizando la noción de ciudadanías interculturales de Bhikhu Parekh (2005), implican construir un cuerpo político que acoja nuevos lenguajes conceptuales, formas de deliberación, modos de hablar y sensibilidades políticas y crear condiciones en las que este juego interactivo pudiera llevar a la creación de un espacio público plural y una cultura política de base amplia

5.      Más allá de lo formal: la relación entre educación  y ciudadanía

Es importante la educación en ciudadanía porque es importante que todos los individuos conozcan y reflexionen sobre la igualdad de derechos y deberes; pero debemos superar la ciudadanía formal y educar en un ejercicio real de la ciudadanía. Ello consiste en identificar y reconocer los puntos muertos de la ciudadanía formal, los espacios donde el Estado no garantiza los derechos de los individuos, es necesario identificar los espacios donde se reproducen la exclusión y discriminación social obstaculizando la praxis ciudadana. Por ello la ciudadanía no puede ser un status que diferencia o anule a individuos. El objetivo es ampliar las condiciones de igualdad para garantizar un derecho universal a todas y todos, se debe construir un “nosotros” como ciudadanos, una identidad política que logre articular el principio de equivalencias democráticas[12].

La construcción de una ciudadanía real y efectiva debe tener tres ejes[13]:

a) la igualdad, no se puede pensar en la ciudadanía sin igualdad, pero ella debe superar la formalidad. Así también la igualdad en sí misma no tiene sustento debe encontrar contenido en las prácticas de libertad, y ello significa ampliar el dominio de ejercicio de los derechos democráticos más allá del restringido campo individualista y privado. Pero debemos ser cuidadosos al momento de abordar la temática del campo privado e individual; ir más allá del campo individualista y privado se refiere en que espacios y acciones que afectan a la colectividad pero que pertenecen al ámbito privado deben ser parte de la discusión política y de intervención de la acción comunitaria:

Esto significa que aspectos de la vida de las personas que antes estaban cerradas a la intervención de la acción comunitaria pasan a ser parte de la discusión política. Para ilustrar esto podemos dar un ejemplo de la economía. Frente a las posturas del liberalismo económico, en el que se sostiene que el ámbito de la producción pertenece al dominio de lo privado, es posible afirmar que el poder de las corporaciones afecta a múltiples áreas de la vida social y política, etc.; en consecuencia, este alto poder de incumbencia rompe cualquier barrera de lo privado y lo convierte en un problema de toda la comunidad. También se pueden dar ejemplos más cotidianos como el problema de los maltratos a las mujeres. Hasta muy poco tiempo se creía que la violencia en el hogar era un problema que afectaba exclusivamente a la intimidad de las parejas y, en cambio, hoy es tematizado como un problema que afecta a toda la comunidad política, convirtiéndose en una cuestión de Estado. (Gadea, 2009: 460)

b) El segundo eje de la construcción de una ciudadanía real y efectiva es el desarrollo de condiciones de participación efectiva; es decir, desarrollar procesos de democratización real (gestión democrática del poder) (Gentili, 2003). La democracia en la antigua Grecia era directa, el tamaño de la población  y la dinámica de la misma democracia permitían esta característica, por ello la democracia no puede restringirse a representatividad, modelo típico de la política liberal (Ver Rubio Carracedo, 2007). Es decir, debemos superar la ciudadanía delegada donde el representante se convierte en la figura esencial para el desarrollo de la democracia; es vital comprender los motivos que llevan al desencanto de los individuos con los representantes, ese punto donde los representantes y los ciudadanos pierden relación. Por ello, la construcción de una ciudadanía real y efectiva debe basarse en la noción de “mandar obedeciendo”, noción que devuelve a la democracia representativa a su punto constitutivo donde los representantes tiene  conductas responsables y responden a las demandas de los ciudadanos.

c) El tercer eje que debe guiar la construcción de una ciudadanía real y efectiva, es el principio de solidaridad; las políticas que ayuden a paliar la discriminación, la exclusión o segregación social no deben estar guiados por el asistencialismo o la caridad. Por ejemplo, “sacar a los pobres de su pobreza no es tan solo un asunto de caridad, conciencia y deber ético, sino una condición indispensable (aunque meramente preliminar) para reconstruir una república de ciudadanos libres a partir de la tierra baldía del mercado global” (Bauman, 2002: 186). Es decir, estamos hablando de un tipo de solidaridad activa donde el principio fundamental es reconocer que al interior de la sociedad, los derechos no pueden distribuirse de forma desigual, la distribución desigual negaría la propia condición de esos derechos.

El trabajo que se debe desarrollar en ciudadanía muestra los puntos muertos de la ciudadanía formal, es decir identificar los lugares donde lo formal no logra ser real y efectiva; pero también de debe identificar saberes y de construcción de ciudadanía en el ámbito de la educación formal que promuevan o permitan ciudadanías que amplíen los derechos democráticos bajo una autonomía, es decir tomando en cuenta que el ejercicio de los derechos solo pueden ejercerse colectivamente y en el que se supone la existencia de derechos iguales para todos; que promueva una gestión democrática del poder (participación efectiva de los ciudadanos); y por último que promueva una solidaridad activa en la sociedad, es decir que amplíe la relación entre ética y política. La identificación de prácticas que permiten una construcción de ciudadanía en el ámbito educativo bajo los parámetros presentados puede ser compartida entre los países participantes del Convenio Andrés Bello, generar reflexión y viabilizar políticas públicas y educativas que promuevan la construcción de una nueva ciudadanía.

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[1] Este texto está basado en reflexiones desarrolladas en el ensayo Pensar una ética para la emancipación  (Sarzuri y Viaña, 2011).
2 Este planteamiento está apoyado en elementos desarrollados por Hardt y Negri (2002) y Bauman (2004).
3 En Hegel la sustancia se refiere a la unidad absoluta (lo absoluto es lo incondicionado, lo que no está determinado por algo externo) de la singularidad (colectividad de individuos) y la universalidad de la libertad, pero debemos tener cuidado al tratar la libertad puesto que Hegel habla de la libertad subjetiva que se refiere a aquello que es considerado voluntad racional y sólo es racional en tanto esta en relación a la voluntad general, sólo en ese caso puede ser considerado universal.
[4]Autores como J. García Leal en el análisis sobre este tema presentan la siguiente conclusión: “la virtud, sólo es posible en el marco de una Ciudad libre y justa. Por contra, la alienaci6n de las pasiones tiene su correlato político en aquellas sociedades que instituyen la agresión...  De ahí que la ética y la política tengan necesariamente un  desarrollo conjunto. O en otros términos: el progreso de la racionalidad exige el contrapunto de una Ciudad libre” (García Leal, 1985: 129).
[5] Cornelio Castoriadis menciona que los dos elementos imaginarios constitutivos de la modernidad son la autonomía y la expansión ilimitada del dominio racional (Castoriadis, 2008), por su lado Alain Touraine menciona que el proyecto moderno ha implicado la articulación de dos ejes centrales como son son el desarrollo de la razón y el desarrollo del individuo como sujeto (Touraine, 1995). En el plano más cultural, Silvia Rivera menciona que la modernidad es la formación cultural e histórica de la individuación, es tener derechos individuales y colectivos (2007). Si bien los autores mencionados son de distintas vertientes teóricas todos ellos concuerdan en los ejes centrales que hacen a la modernidad.
[6] Fue el sociólogo ingles Thomas H. Marshall quien fundamentó el carácter de status legal del concepto de ciudadanía: “Es un status que se otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad. Todos los que poseen ese status son iguales en lo que se refiere a los derechos y deberes que implica” (Marshall: 1997: 312)
[7] Para un amplio desarrollo sobre la reducción de la noción de ciudadanía en consumidor en el periodo neoliberal en Latinoamérica se recomienda revisar el trabajo de García Canclini (2001)
[8] Sin duda el pensamiento más acabado de esta postura se encuentra en la obra de John Rawls, para el filósofo estadounidense la libertad de los individuos solamente puede ser sustituidas por derechos que garanticen  libertades más básicas e individuales, nunca por derechos colectivos: “una libertad básica puede limitarse o negarse únicamente en favor de una o más libertades básicas diferentes, y nunca, como ya he dicho, por razones de bien público o de valores perfeccionistas. Esta restricción es válida incluso cuando quienes se benefician de la mayor eficiencia, o al mismo tiempo comparten el mayor número de ventajas, son las mismas personas cuyas libertades son limitadas o negadas.” (Rawls, 2003: 275)
[9] Para ver un amplio espacio de las desigualdades en América Latina ver el trabajo de Bárcena (2010)
[10] Muchos de estos preceptos recogen los aportes de la educación popular, para una ampliación sobre el tema ver el trabajo “Ciudadanía, Derechos Humanos y educación en la República Dominicana” del Centro Cultural Poveda (2007).
[11] Jesús Trillo-Figueroa al realizar su análisis de las polis griegas menciona que: ”...el hombre viviendo en una sociedad organizada políticamente como ciudad, en la polis, podría aspirar a su máxima perfección como ser humano, podría llegar a ser héroe como Aquiles, como Héctor o como Ulises. Pero también podría llegar a ser una persona vil y deshonesta, porque al fin y al cabo, como recordaba permanentemente el auriga que sostenía el laurel del triunfo, ‘tan solo eres un hombre’; es decir que, ‘un animal racional’, que como tal está gobernado por dos principios: el logos o la razón, y los apetitos” (2008: 183).

[12] La noción de equivalencias democráticas se refiere al hecho que  diversas identidades democráticas armen un nuevo tejido social buscando democratizar la sociedad (Ver Laclau y Mouffe, 2010)
[13] Estos ejes fueron planteados por Pablo Gentili (2003) pero son relacionados a otros conceptos principalmente los trabajos por Ernesto Laclau  y Chantal Mouffe.